Carolina Muñoz Castillo
Escuela de Periodismo
Universidad de Santiago de Chile

El ejercicio del periodismo en nuestro país mayoritariamente consagra y perpetúa el orden patriarcal, sostiene prácticas sexistas y misóginas y despoja a las mujeres de su identidad personal y social.

Puedo hacer esta afirmación después de seis años de experiencia docente con mujeres y hombres que estudian periodismo en la Universidad de Santiago de Chile, trabajando desde lo que se conoce como la “perspectiva de género” y que yo prefiero nombrar como “desde la diferencia sexual”.

¿Cuáles son los aportes que los estudios de género y los estudios de la diferencia sexual han hecho al pensamiento y la cultura? ¿Cuál es la pertinencia de enseñar a mujeres y hombres que se desempeñarán como periodistas, en las distintas formas que asume el periodismo en nuestra sociedad, una mirada desde la diferencia sexual?

Éstas son las preguntas que me he hecho y a las que he tratado de responder en estos años de docencia en el pre-grado, en ramos de formación general, seminarios de investigación en comunicación social y dirigiendo trabajos de titulación. Vengo a hablar, entonces, desde mi experiencia como periodista, como profesora de periodismo y como mujer feminista.

En las universidades chilenas se ha generado una experiencia rica y vasta desde las mujeres que permite hacer una re-lectura fructífera y abierta de los saberes y quehaceres y que, al mismo tiempo, ha generado nuevas prácticas, especialmente en el ámbito de la docencia, tema que nos convoca con urgencia en esta ocasión.

Recogiendo estas experiencias, quiero hacer un recorrido por lo que se ha conocido como estudios sobre la condición de la mujer, primero, estudios de género, después, y en la actualidad, estudios desde la diferencia sexual, para comprender qué es el orden patriarcal y cómo se instala en los discursos personales y sociales.

Luego quiero analizar el papel del periodismo como productor de realidad y mostrar cómo ha perpetuado el orden patriarcal. En ese sentido, responder a mi afirmación inicial de que “el ejercicio del periodismo en nuestro país mayoritariamente consagra y perpetúa el orden patriarcal, sostiene prácticas sexistas y misóginas y despoja a las mujeres de su identidad personal y social”.

Desde la experiencia de las mujeres, quiero analizar otras formas de comunicación que han replanteado el ejercicio del periodismo, abriendo nuevas perspectivas. Desde allí quiero mostrar cómo enseñar periodismo desde la diferencia sexual – reseñando la experiencia de la escuela de periodismo de la Universidad de Santiago de Chile- y hacer algunas propuestas para el trabajo en el aula, sobre metodología y contenidos, y respecto de la práctica periodística en medios e instituciones.

De esto modo, espero mostrar una experiencia que, estoy segura, contribuye a la formación de mujeres y hombres periodistas responsables de sus discursos y su poder social y comprometidos con la participación, democracia y desarrollo de nuestro país.

El punto de partida:

Mi primer tropiezo, en mi ejercicio como periodista, fue con la lengua, una lengua que no me permitía hablar de mí, una lengua que me obligaba a no escribir desde el hecho que me identifica y que es irreductible: mi ser femenino. Nació así mi malestar más nítido, ese no encontrarme en lo que yo misma escribía y que está relacionado con el hecho de que toda mi práctica periodística se hizo escribiendo “en masculino”, un supuesto neutro que me incomodaba y que me borraba, que me despojaba de mi identidad.

Desde ese malestar, mi práctica y mi pensamiento estuvieron orientados a comprender cómo se construye una simbolización y cómo esta se reproduce a través de un instrumento cotidiano que todas y todos empleamos: el lenguaje.

Mi segundo tropiezo fue darme cuenta de que no sabía decir en femenino. Los años de periodismo desde el neutro (en realidad, desde el masculino) me hacían sentir como inamovibles ciertas estructuras como la jerarquización, la segmentación de la realidad, la división entre público y privado, estructuras que, al mismo tiempo, perpetuaban un orden que dejaba nuevamente fuera la experiencia femenina.
Un tercer momento fue darme cuenta de que carecía de genealogía, de historia, que no tenía referencias de mujeres que me indicaran como hacer periodismo desde el ser femenino. Lo que encontraba eran prácticas femeninas del periodismo en muchos ámbitos, locales y/o específicos, pero siempre como un hecho aislado como un reducto, como una experiencia al margen.

Y el cuarto momento, fue enfrentarme en el cotidiano al profundo sexismo que se advierte en las páginas de nuestros diarios, en la publicidad escrita o audiovisual, en esta terrible segmentación que se hace acerca de lo que se debe hacer siendo mujer y lo que se debe hacer siendo hombre.
Desde allí me instalé a intentar develar estos malestares y preguntar/me acerca de sus orígenes y de las formas que iban adquiriendo para, así, en la práctica educacional, tomara forma en nuevas prácticas del periodismo y del enseñar periodismo.

Los estudios de las mujeres

Por supuesto que no me instalo sola en esta reflexión. Desde hace décadas las mujeres estamos trabajando en descubrir cómo se ha construido una cadena de simbolizaciones acerca de lo que es ser mujer – y ahora último los hombres se interrogan acerca de lo que es ser hombre- en nuestro sistema cultural…

Desde los feminismos y gracias a los pensamientos feministas, hoy en día, incluso en diarios tan conservadores como los que nosotras y nosotros conocemos en nuestro país, se habla de los estudios de género, aunque muchos desconozcan de qué se trata o utilicen el concepto como parte de una campaña política, desvirtuándolo.

Sobre el concepto género no hay que olvidar su origen que, como muchas otras propuestas y prácticas nacidas del feminismo, son silenciadas u ocultadas. Sigo a Joan Scott: “el término género forma parte de una tentativa de las feministas contemporáneas para reivindicar un territorio definidor específico, de insistir en la insuficiencia de los cuerpos teóricos existentes para explicar la persistente desigualdad entre hombres y mujeres” (Lamas, 1996: 287).

Género es, entonces, “un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos y el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder” (Lamas, 1996: 289). Es decir, cómo se ha construido culturalmente la diferencia entre los sexos, y cómo sobre esta diferencia se ha construido una relación de poder que establece una supremacía para el hombre y “lo masculino” y una desvalorización de la mujer y de “lo femenino” .

Este concepto resultó revolucionario en los años 70 porque contribuyó a develar que la situación de discriminación de las mujeres no era “natural”, sino una construcción cultural y que los roles atribuidos a mujeres y hombres así como las valoraciones sociales que se hacen varían en el tiempo. Sin embargo, en determinado punto, se olvidó que hablábamos de mujeres y de hombres y las mujeres pasaron a ser el “género”. Por otro lado, se dejó de lado nuestra naturaleza biológica, como si las mujeres y hombres sólo fuésemos productos culturales y no cuerpos.

Desde el propio feminismo han surgido críticas, críticas que son parte del debate necesario y fecundo entre las distintas perspectivas que adoptan los pensamientos de/sobre las mujeres. Recojo los planteamientos de María Milagros Rivera-Garretas: “el análisis de género ha sido criticado de insuficiente porque da mucha importancia a los juegos del discurso, a los mecanismos de elaboración y de control del discurso, y poca importancia a la vida material” (Rivera, 1994: 172).

En ese sentido, agrega, “el análisis de género no consigue (no pretende quizás) deshacerse del orden sociosimbólico patriarcal, aunque ciertamente exija su revisión y su reforma” (Rivera, 1994: 175).

También hay que hacer presente que desde esta perspectiva, “de género” han surgido lo que se conocen como “políticas de género” desarrolladas a nivel de estado, por los gobiernos y promovidos por organismos internacionales, después de la celebración del decenio de la mujer.

Esta visión se ha traducido en la elaboración de los planes de igualdad, como son los que se aplican en chile por el servicio nacional de la mujer, Sernam, desde su creación. Estos planes buscan promover la igualación de la mujer a lo que debiera ser el estado “óptimo” de la sociedad: el hombre. Al interior de ellos, entonces, hay desde políticas contra el sexismo en las escuelas y textos de estudio hasta el derecho de familia.

Coexiste con esta mirada, práctica y política, otra perspectiva, con la que me siento más identificada: el pensamiento, la práctica y la política de la diferencia sexual. Siguiendo a Lía Cigarini, hay tres maneras de entender la práctica de la diferencia: la del orden de las cosas, que reconoce que las mujeres son distintas de los hombres en su hacer en el mundo. Una segunda manera – la del orden del pensamiento- indica que la diferencia se inventa mediante estudios y pensamientos. Y la tercera, que es la que adopto, es el sentido, el significado que se le da al propio ser mujer y esto es del orden simbólico (Rivera, 1997:73).

La práctica de la diferencia femenina ha permitido que en las últimas décadas la experiencia femenina empiece a significarse al articularse dentro de otro orden simbólico, el orden simbólico de la madre. Luisa Muraro y el centro filosófico Diótima han sido capaces de dar cuenta de cómo el patriarcado al cometer un “matricidio”, otorgando toda la potencia creadora de vida al padre, dejaba a las mujeres fuera del mundo, como excéntricas y ahistóricas. Al pactar con la madre, al descubrir y encontrar nuestro origen en el mundo, la experiencia femenina puede significarse y cobra sentido.

Las críticas que se hacen al pensamiento de la diferencia femenina es que nuevamente se caería en esencialismos acerca del ser mujer, reviviendo determinismos biológicos, ya que el pensamiento de la diferencia le da especial importancia al cuerpo y al deseo femenino.

En definitiva, no podemos desconocer los aportes que los pensamientos y las prácticas de las mujeres han hecho a las distintas ciencias y artes, re-significando lo que es ser mujer y lo que es ser hombre en cada sociedad. Desde el género o desde la diferencia sexual , la incorporación de las mujeres al espacio social y su reconocimiento es el cambio social más importante que se registró en el último siglo, traspasando todas las prácticas sociales, desde el estado hasta la familia, las relaciones afectivas y la vivencia de la sexualidad.

Los quehaceres feministas y de mujeres , al ser práctica y reflexión no son interpretaciones absolutas de la realidad, sino narraciones que están permanentemente escribiéndose, desde sujetas que se miran, miran el mundo y traen el mundo femenino al mundo.

La edición de la realidad

Todas y todos aquí sabemos, más o menos precisamente, la importancia de los medios de comunicación como agentes socializadores. Si bien en la formación de las periodistas y los periodistas enfatizamos en la producción de discursos periodísticos, somos menos acuciosas y acuciosos en cuanto a los moldeamientos sociales que se entregan en todas aquellas áreas que son de entretención u ocio y que, cada vez, son más importantes al interior de estos medios.

tenemos claro, entonces que “los medios de comunicación masivos son productores y reproductores culturales que se erigen como transmisores de la realidad social y de un saber específico: la actualidad.” (Montenegro, 1997: 62)

También sabemos – aunque a veces lo olvidemos y nuestras audiencias lo desconozcan- que la realidad mostrada por los medios es una porción de la realidad que ha sido escogida, seleccionada y procesada por las emisoras y los emisores de acuerdo con las directrices – ideológicas y económicas- del medio de comunicación en que se desempeñan. Emisoras y emisores, son, en este sentido, mediadoras y mediadores entre la realidad y las mujeres y los hombres que reciben estos mensajes.

El número limitado de temas que aparecerán en la agenda de los medios será la realidad y sobre ellas se formará opinión. El medio será el que asigne la importancia a determinado sucesos y actrices y actores, valorándolos en distintos grados. Siguiendo a Mar de Fontcuberta, “la importancia se define en función de las actividades de las instituciones públicas (gobiernos, sindicatos, etc.). Lo que no ocurre en estos lugares tendrá menos oportunidades de ser noticia” (De Fontcuberta, 1993: 139).

Es decir, la práctica del periodismo se hace desde una jerarquización en que se deja como lo más visible aquello que corresponde a un segmento reducido de nuestra sociedad, que adquiere especial notoriedad. La vida, lo cotidiano, las mujeres y los hombres que son la inmensa mayoría, no están en los medios. Sí lo están lo extraordinario y lo vinculado al poder político y económico.

Esta jerarquización no es neutral, se hace desde lo que – se asume- interesa a nuestras audiencias, las que, curiosamente, si vemos los discursos de los medios al menos en los aspectos noticiosos, son sólo hombres de cierta edad, padres de familia y que se desempeñan en el mercado laboral remunerado. Las mujeres y los hombres jóvenes reciben otros mensajes y las mujeres que trabajan en sus casas también.

Vemos aquí dos prácticas que refuerzan el patriarcado (y comienzo así a dar cuenta de mi afirmación inicial). Por un lado, la jerarquización que deja afuera a todos quienes están alejadas y alejados de los discursos y las prácticas de poder (no sólo a las mujeres, sino las y los jóvenes, las pobladoras y pobladores, las mujeres y hombres de otras culturas, en fin, a la diversidad de una sociedad) y, por otro, la afirmación de que aquello que se muestra en estos espacios es “lo público”, pasando a ser lo no-público todo lo demás, con menor o ninguna relevancia .

Lo que vemos en los medios son, entonces, hombres que hacen o dicen cosas, que son relevantes para otros hombres. Y esta narración es contada de manera objetiva, en un lenguaje neutro, por “los” periodistas. Esta objetividad no existe porque “los periodistas” son, en realidad, mujeres y hombres que analizan los hechos y decires desde su propia subjetividad y experiencia, marcada desde el inicio por el hecho de ser mujer o ser hombre, además de su formación personal, sus valores y opciones.

¿Y qué nos dicen los medios de las mujeres ?

Primero que nada, que somos imágenes de portada por nuestros/sus cuerpos. Todas sabemos que una de las maneras de vender diarios, revistas o minutos en la televisión es mediante la cosificación del cuerpo femenino, convertido en objeto de deseo masculino .
Luego, que somos imágenes y/o historias en las secciones de menos importancia al interior de los medios: espectáculos o páginas sociales. Aparecemos, entonces, como compañía de, como adorno o destacadas por atributos físicos, sin que se considere el aporte de las mujeres a la sociedad. Aparecen también los discursos en contra de las mujeres o claramente misóginos.

En tercer lugar, que lo que nos interesa está contenido en secciones o especiales como son las páginas o suplementos femeninos, donde la realidad política y económica quedan fuera. Me detengo en este espacio “para las mujeres” que ha ido adecuándose a los cambios que hemos promovido y vivido las mujeres. Se orienten hacia mujeres del estrato socioeconómico alto o medio, siempre destacan la doble jornada – y la doble exigencia- de las mujeres: el trabajo y la familia. Por un lado, se reconoce que las mujeres estamos en el espacio público pero, por otro, se sostienen roles y visiones tradicionales, como la exigencia de la belleza, del buen vestir, de ser madre, enfermera, cocinera, economista, sicóloga y decoradora .

En cuarto lugar – y en realidad es lo más importante, pero no por ello lo más evidente y visible- que las mujeres no estamos . No somos parte de la jerarquía que se muestra y cuando lo somos, sospechosamente, lo que se dice de estas mujeres no está vinculado a la discusión pública sino a realidades privadas. Ejemplos repetidos son las preguntas a ministras, senadoras, diputadas, alcaldesas, generalas acerca de cómo se las arreglan con la casa, las hijas e hijos, el aseo, la peluquería. O destacar aspectos secundarios de las mujeres en el poder, como su apariencia física o el gusto por determinadas prendas de vestir, cosas que jamás interesarían en caso de un hombre en estos cargos (imborrable recuerdo la lectura de foto de un vespertino que señalaba que las ministras del gabinete se distinguían ¡por usar minifalda!).

Las mujeres además somos mostradas como excepciones, aisladas, sin historia ni contexto, omitiendo – y despojándonos- de nuestras genealogías. Como si las ministras de este gobierno no hubiesen tenido antecesoras, como si en el gobierno local en chile, las mujeres no hubiésemos dicho y hecho desde hace más de cuarenta años, como si en los movimientos sociales de comienzos del siglo XX las mujeres no hubiesen participado y no hubo actrices, pintoras, músicas, médicas, premios nobel…

Esta no/presencia femenina se traduce también en el lenguaje: a pesar de que el castellano es una lengua con género gramatical, se utiliza en la mayoría de los cargos públicos el masculino. Vemos y escuchamos “la ministro”, “la juez”, “la médico”. Esto sólo reafirma que las mujeres careceríamos de título, de autoridad para ejercer estos cargos, mostrándonos como advenedizas, aparecidas.

El periodismo desde las mujeres

Desde que el periodismo nació, ha habido mujeres haciendo periodismo. Mujeres que hicieron del periodismo una “toma” de la palabra, una articulación del decir en femenino. Periodismo que nació en américa con aires libertarios y, desde las mujeres, haciendo feminismo. Un periodismo que reclamó desde fines del siglo XIX en nuestro país el derecho a voto y a la ciudadanía, el reconocimiento al aporte de las mujeres y que contribuyó al desarrollo político y cultural de las mujeres .

Sin embargo, al igual que en otros espacios de nuestra sociedad como los sindicatos, los partidos políticos, la participación femenina quedó encerrada aparte. Espacio fecundo para la práctica entre mujeres tan necesaria, pero, al mismo tiempo, marginación y no aceptación de la diferencia.

Hay entonces, un periodismo de las periodistas en páginas o suplementos femeninos, que se dirige directamente a las mujeres, y un periodismo de las periodistas en las secciones noticiosas de los medios, que se dirige al público del medio, es decir, los lectores. El primero reconoce la palabra femenina, el segundo la niega. el primero se devalúa, el segundo se premia.

Junto con los cuestionamientos de las mujeres al modelo patriarcal – y unido a los procesos de recuperación democrática y de participación social en América Latina- se desarrolla con fuerza un periodismo femenino que cuestiona y subvierte el orden patriarcal y, que, al mismo tiempo, se conecta directamente con la comunidad. Hay dos prácticas de gran relevancia: las redes informativas de mujeres – como fue el desaparecido Fempress e Isis- y las radios populares, boletines y medios locales. Son prácticas periodísticas que no sigue el modelo “noticioso” habitual, sino de relación con sus audiencias, de formación y de integración a procesos de participación y de libertad de expresión.

Ahora último, en numerosos países de América Latina – que tienen un mayor desarrollo de medios que el escaso mercado chileno- en los diarios y medios tradicionales se han incorporado espacios de mujeres con pautas y mensajes dirigidos a mujeres y hombres, ligados a sus problemas e intereses.

Recojo aquí las palabras de Giselle Munizaga (Munizaga, 2000) acerca de que los medios de comunicación no pueden desconocer una mayor y diferente presencia de las mujeres en sociedad, que se refleja en la agenda informativa y, más interesante, en que las mujeres son mostradas en situaciones e imágenes distintas de los modelos de mujer tradicionales, aunque agrego éstos se mantienen y no son cuestionados socialmente.

También comparto con ella que en los medios se han roto las antiguas fronteras entre lo privado y lo público, lo que debiera repercutir en la relevancia de lo cotidiano y de lo emotivo en las temáticas y tratamientos que hacen los medios de comunicación. Esto abriría nuevos espacios para las mujeres en los medios y nuevas oportunidades para las mujeres que trabajamos en la comunicación social. Sin embargo, nos advierte, “la preeminencia de lo cotidiano y de lo dramático, la aparente neutralidad del experto, pueden constituir nuevas trampas que entraben el logro de una representación más empoderada de las mujeres.” (Munizaga, 2000: 72-73)

Una experiencia de enseñar periodismo desde la diferencia sexual

Creo que a la luz de lo que he expuesto, es claro por qué el periodismo debe ser enseñando y ejercido reconociendo la diferencia sexual de quien media la realidad para nuestras audiencias: porque no es lo mismo ser mujer que hombre, porque mujeres y hombres nos instalamos en el mundo desde el cuerpo hasta la socialización que recibimos de manera diferente, porque el neutro y el universal no existen sino que la humanidad se construye desde ser mujer y ser hombre.

Es claro también que este ejercicio del periodismo debe hacerse desde una antigua práctica feminista, el ejercicio de la sospecha , cuestionando la realidad que se nos presenta como inamovible y develando los mecanismos ideológicos que reproducen y sostienen un orden establecido. Este ejercicio de la sospecha nos permitirá no seguir repitiendo modelos culturales que perpetúan la discriminación de la mujer que va desde su cosificación hasta la violencia doméstica o pública, pasando por los salarios y el desconocimiento de su aporte político, social y económico.

Lo qué hemos hecho junto a las mujeres y hombres que estudian periodismo en la Universidad de Santiago de chile ha apuntado, por una parte, a recoger y escribir las historias de mujeres, a cuestionar los modelos femeninos que nos presentan los medios de comunicación, tanto en las noticias como en los espacios de entretención, a indagar nuevas formas de hacer periodismo, a analizar los discursos sobre lo que es ser mujer y ser hombre .

En la práctica docente esto se ha traducido en no omitir que somos mujeres y hombres y que, desde esta definición originaria, nos instalamos para trabajar la relación profesora-estudiante/ profesora-estudiante.

El hacer evidente la diferencia ha significado, para las mujeres, la toma de conciencia de su ser mujer – en distintos grados- y la búsqueda de una significación propia de lo que es ser mujer. Para los hombres ha implicado darse cuenta de que son hombres y no “la humanidad” y, en menor grado, un cuestionamiento y búsqueda de qué es ser hombre . La instalación de la diferencia sexual en la sala de clases ha mostrado los estereotipos sobre lo femenino y lo masculino y los ha desplazado, ha quebrado las distinciones entre lo privado y lo público, haciendo de la experiencia personal una medida válida y certera para analizar la realidad, y ha significado también una búsqueda del decir, a partir de sí misma y de sí mismo.

Ha significado también – y siempre con bastante fuerza- que en la sala se reproduzca “la guerra entre los sexos”, que evidencia la diferencia sexual y que delata cómo esta diferencia se transforma en conflicto al ser ocultada o negada. El reconocimiento de la diferencia sexual, el experimentar la diferencia, genera una práctica de aceptación de la otra/las otras y el otro/los otros, no como una tolerancia que implica una instalación en el poder, sino como un re-conocer lo único en una pluralidad.

Pero no sólo ha sido un trabajo de entrega de conocimientos y de aprendizaje para esas mujeres y hombres y para mi mísma, sino que me ha movido a una interrogación sobre mi experiencia y una búsqueda – desde mí misma- a nuevas formas de relación. Entender y aceptar que puedo tener autoridad porque es esa relación con las estudiantas y estudiantes que me la otorga, aprender a entregar propuestas de discursos, caminos, derroteros y no certezas, a ser “sospechada”, también y, sobre todo, a que la experiencia docente es una forma de relación que se extiende a la vida cotidiana, que quiebra los bordes de tiempos y espacios.

El instalarnos en la diferencia sexual no se reduce a reconocerla para hacernos complementarios, para negociar esta diferencia y hacerla asimilable a uno, sino reconocer que – sigo a Geneviève Fraisse- quien dice diferencia, dice diferendo: “no hay pensamiento de la diferencia sexual sin pensamiento del conflicto, del diferendo entre los sexos.” (Fraisse, 1996: 115-116). Diferencia entre mujeres y hombres implica entrar en relación, que puede ser conflicto, pero que obliga a más prácticas de relación, y eso es vivir.

Hoy que asistimos uno de los intentos más globalizadores de la cultura de masas, por la fuerza e instantaneidad de los soportes tecnológicos con que disponen algunos, vemos como desaparecen las diferencias bajo discursos y construcciones hegemónicas, recibidas con absoluta parsimonia. Vemos cómo se borran sexos, identidades, lenguas, culturas bajo el predominio de la cultura mediática y asistimos a esta depredación con la misma pasividad con que asistimos a la desaparición de los bosques, la desertificación de los suelos y la contaminación de ríos y mares.

¿El ser mujeres y hombres reconocedoras y reconocedores – que valoran, por tanto- las diferencias y son capaces de vivirlas nos permitirá ser menos pasivas y pasivos? ¿No nos permitirá ejercer un periodismo crítico y no complaciente con las esferas de poder? ¿No nos permitirá articular discursos y medios locales en que mujeres y hombres se sientan representados y partícipes de su realidad?
Por último, quiero enunciar algunas propuestas para ejercer un periodismo que reconozca la diferencia sexual :

Fuente original y bibliografía: www.periodismo.uchile.cl/asepecs/ponenc...