… La sabiduría se alcanza con mucha lentitud.

Esto se debe a que el conocimiento intelectual, fácilmente adquirido, debe
convertirse en conocimiento “emocional” o subconsciente.

Una vez transformado, la huella es permanente. La práctica conductista es el
catalizador necesario para esta reacción. Sin acción, el concepto se marchita
y desvanece. El conocimiento teórico sin aplicación práctica no es suficiente.

Hoy en día se descuidan el equilibrio y la armonía; sin embargo, son las bases de la sabiduría.
Todo se hace en exceso. La gente se excede en el peso porque come demasiado.
Los deportistas descuidan aspectos de sí mismos y de los
demás por correr en exceso. La gente parece excesivamente mezquina. Se bebe demasiado,
se fuma demasiado, se está demasiado de juerga (o demasiado poco), se conversa demasiado
sin satisfacción, se tienen demasiadas preocupaciones. Hay demasiadas ideas en blanco o negro.
Todo o nada. La naturaleza no es así.

En la naturaleza hay equilibrio. Los animales destruyen en pequeñas cantidades.

Los sistemas ecológicos nunca son eliminados en masa. Las plantas consumidas
vuelven a crecer. Las fuentes de sustento proveen y vuelven a reponerse. Se
disfruta de la flor, se come la fruta, se preserva la raíz.

La humanidad no ha aprendido el equilibrio; mucho menos lo ha practicado. Se
guía por la codicia y la ambición; se conduce por el miedo. De este modo acabará
por aniquilarse. Pero la naturaleza sobrevivirá, al menos las plantas.

En verdad, la felicidad arraiga en la sencillez. La tendencia al exceso en el
pensamiento y en la acción disminuye la felicidad. El exceso nubla los valores
básicos. Los religiosos nos dicen que la felicidad se logra llenando el corazón de
amor, fe y esperanza, practicando la caridad y brindando bondad. En verdad
tienen razón. Dadas estas actitudes, habitualmente vienen el equilibrio y la
armonía. Son, colectivamente, un estado del ser.

En estos tiempos son un estado alterado de conciencia.

Es como si la humanidad no permaneciera en su estado natural mientras vive en la Tierra.
Tiene que llegar a un estado alterado a fin de llenarse de amor, caridad y sencillez,
para sentir pureza, para deshacerse de sus temores crónicos.

¿Cómo se llega a ese estado alterado, a ese otro sistema de valores? Y una vez
que se llega a él ¿cómo sustentarlo? La respuesta parece simple. Es el
denominador común de todas las religiones. La humanidad es inmortal; lo que
hacemos ahora es aprender nuestras lecciones. Todos estamos en la escuela.
Todo es muy simple, si se puede creer en la inmortalidad.

Si una parte del ser humano es eterna (y en la historia hay sobradas evidencias
para pensarlo así), ¿por qué nos tratamos tan mal? ¿Por qué pasamos por
encima del prójimo en “provecho” personal, si en realidad estamos desechando la
lección? Al parecer, todos vamos hacia el mismo sitio, aunque a diferente
velocidad. Nadie es más grande que los demás.

Analicemos las lecciones.

Intelectualmente, las respuestas siempre han estado ahí, pero esta necesidad de
actualizarlas por experiencia, de hacer permanente la huella subconsciente al “emocionalizar”
y practicar el concepto, es la clave de todo. No basta memorizar en la escuela dominical.

Parlotear sin practicar de nada sirve. Resulta fácil leer sobre el amor, la caridad y la fe,
o conversar sobre ello.

Pero practicarlos, sentirlos, requiere casi un estado alterado de conciencia. No se
trata del estado transitorio inducido por las drogas, el alcohol o una emoción
inesperada. El estado permanente se alcanza mediante el conocimiento y la
comprensión. Se mantiene mediante la actividad física, mediante la acción y la
práctica. Consiste en tomar algo casi místico y transformarlo en cosa de todos los
días mediante la práctica, haciendo de eso un hábito.

Comprendamos que nadie es mejor que otro. Sintámoslo. Practiquemos la
ayuda al prójimo. Todos remamos en el mismo bote. Si no lo hacemos juntos,
nuestros equipos se encontrarán muy solos.»