Identidades Sexual, Sexuadas e Classes de Sexo: três maneiras de conceptualizar a relação entre sexo e gênero

retirado de El Patriarcado al Desnudo: tres feministas materialistas

Esta contribución tuvo como punto de partida una ponencia
en el Décimo Congreso Mundial de Sociología, en 1982, cuyo tema
general era « Teoría sociológica y práctica social ». En reacción a lo
que me parecía ser un presupuesto implícito en este enunciado (es
decir, que los actores sociales no tenían una teoría de su práctica social
—la sociología afortunadamente estando presente para formularla—),
mi ponencia fue intitulada: « La conceptualización del sexo en la
práctica de las ciencias sociales y en las teorías de los movimientos
de mujeres »
1
.
Efectivamente, en aquella época, sólo los movimientos socia-131
les de mujeres y algunas tendencias de los movimientos homosexuales
masculinos —a través de su cuestionamiento político de la relación
social entre los sexos y por tanto de las nociones comunes y corrientes de « hombre » y de « mujer »— habían realizado una teorización
sociológica de la noción de sexo, teorización que no existía, por lo
menos en forma explícita, en las ciencias sociales de los años setenta
(Mathieu, 1971, 1973, 1977).
La noción de sexo es la organización mental de ideas (representaciones, mitos, utopías, etc.: el sexo « concebido ») y de prácticas
(relaciones sociales entre los sexos: el sexo « actuado »), a menudo
contradictorias. Ya sea que las contradicciones estén valoradas u
ocultadas, ciertas lógicas están instaladas, intentaremos explicarlas.
La ambiguedad de la noción de sexo, tal como se manifiesta
tanto en la consciencia común, como en los análisis de las ciencias
sociales y de los movimientos de mujeres, tiene que ver además con
la superposición prescrita, al menos en las sociedades occidentales,
del sexo biológico y del sexo social. Esta superposición se encuentra
en el centro de las polémicas políticas que se observan en los análisis
y estrategias de los movimientos de mujeres, como de las omisiones
y distorsiones en el análisis « científico ».
Es necesario, por consiguiente tener consciencia del tipo de
problemática en la cual una se ubica, cuando habla de las relaciones
sociales hombres-mujeres, y en particular cuando usa la expresión
vaga « como mujer(es) »… Este tema es por lo general candente en
los movimientos políticos, razón por la cual me había apoyado en
las tentativas de definición del término « mujer » de las diferentes
tendencias feministas y lésbicas, para intentar elaborar un esquema
provisional de tres grandes tipos de conceptualización del sexo. Pero
este esquema tiene que poder aplicarse también a los análisis en ciencias humanas, así como a los actores sociales « estudiados », incluso
en otras sociedades —entre otras las que oficialmente admiten una
divergencia entre sexo biológico y sexo social.
Generalmente se opone el sexo, que tendría que ver con lo
« biológico », y el género, que tendría que ver con lo « social ». El
interés de un cierto número de sociedades diferentes a las occidentales
(así como de algunos fenómenos marginales en nuestras sociedades),
es que no tienen tan claras ni las definiciones de sexo, ni las fronteras 132
entre sexos y géneros. Y el renovado interés de la antropología simbólica por el género (gender), proveniente de un impulso feminista
al que contribuí en los años setenta (noción de sexo social), se enfoca
cada vez más sobre los fenómenos llamados de « tercer sexo » o de
« tercer género » —que ciertos autores (tal como Saladin d’Anglure,
1985) intentan teorizar a partir de sus puntos semejantes (estos fenómenos escaparían a un óptica de pensamiento binario que opone
hombre/mujer). Por mi parte, me cuestioné sobre sus puntos de divergencia en cuanto a la articulación entre sexo y género, y también
sobre la manera en que pueden a menudo ser reintegrados en sistemas
de pensamientos bi-categorizantes.

La cuestión era entonces:

1. Estudiar, en los datos etnográficos, varios fenómenos de conformidad o de transgresión entre las concepciones sobre el sexo y las
concepciones sobre el género, e intentar proponer una clasificación
de ellos
2
;
2. Ver si y de qué manera tal clasificación podía darle un alcance
más general al esquema elaborado anteriormente para las sociedades occidentales a partir de las diferentes acepciones implícitas de
la noción de « mujer ».
El método consistió en considerar los fenómenos (representaciones y comportamientos) que tenían que ver con:
- la norma, más o menos difusa, de las sociedades globales, enfocán-
2
Uso en este artículo el término transgresión, no sólo en su sentido estrecho y
comportamental de « contravención a una norma, a una ley », sino también en su
sentido pleno, etimológico: transgredi, de trans « más allá » y gradi « caminar »,
franquear un límite, una frontera.
La noción de frontera implica inevitablemente una definición conceptual de la
« naturaleza » de los dos objetos entre los cuales ocurre el fenómeno de la transgresión,
y de los criterios en base a los cuales se concibe su diferencia y por tanto su relación
sistémica. Por ejemplo, en geología, no se habla de « transgresión marina » respecto
a las mareas cotidianas, sino para referirse a la invasión duradera de la tierra por parte
del mar, que hace que la tierra ya no es tierra. Y una « estratificación transgresiva »
es una capa (por ejemplo sedimentaria o volcánica) que se superpone a capas de
naturaleza diferente (en este caso, de origen diverso).
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu133
donos en la manera en que son definidas y « resueltas » lo que ellas
consideran como inadecuaciones ;
- las « desviaciones déviances institucionalizadas », que sean permanentes u ocasionales, buscando saber si corresponden a una inflexión
de la norma o al contrario a su quintaesencia ;
- la auto-definición de grupos o individuos considerados como desviados déviants o marginales, preguntándose constituye una solución
« normada » a lo que es percibido como inadecuaciones, o bien una
subversión.
El juego de las adecuaciones e inadecuaciones (entre norma
y marginalidad, y entre sexo y género) ha constituido entonces el
punto focal del análisis —a la vez que el juego de la asimetría y de la
simetría entre los sexos en algunos de los fenómenos estudiados.
Este análisis me llevó a distinguir tres modos de conceptualización de la relación entre sexo y género. En cada uno de ellos, se
puede discernir a la vez:
- una problemática de la identidad personal en su relación al cuerpo
sexuado y a la sexualidad, y también al estatus de la persona en la
organización social del « sexo »;
- una estrategia de las relaciones sociales entre los sexos ;
- una concepción de la relación entre sexo biológico y sexo social (o
Por esto es que hablo de fenómenos de transgresión (recíproca) entre conceptualizaciones
sobre el sexo y sobre el género. Algunas inadecuaciones (conceptuales y
comportamentales) entre pertenencia de sexo y pertenencia de género pueden ser
transgresiones de una norma sin que su resolución transgreda la definición sistémica
de las relaciones entre sexo y género. En cambio, ciertas transgresiones conceptuales
y comportamentales de dicha definición pueden ser « normadas » por la sociedad
global o por un grupo.
Tal como se verá, la transgresión de una norma no necesariamente significa la
subversión de un sistema de pensamiento. Pero si la transgresión de un límite
conceptual no necesariamente es « anormal », podrá en otros contextos aparecer
como una verdadera herejía.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu134
entre sexo y género) ;
- una definición de la relación entre hetero y homosexualidad, dicho
sea de otro modo, de la relación entre sexo, género y sexualidad.
Tomando un atajo cómodo aunque simplificador, nombré
estos tres modos de conceptualización a partir de la problemática de
la identidad personal a la que cada uno remite:
• Modo I: Identidad « sexual », basada en una consciencia
individualista del sexo. Correspondencia homológica entre
sexo y género: el género traduce el sexo
• Modo II: Identidad « sexuada », basada en una consciencia
de grupo. Correspondencia analógica entre sexo y género : el
género simboliza el sexo (y viceversa)
• Modo III: Identidad « de sexo », basada en una consciencia
de clase. Correspondencia socio-lógica entre sexo y género:
el género construye el sexo.
Aclaremos aún que:
- cada uno de estos tres tipos de “lógicas” puede ser la expresión
de la norma de una sociedad o de un grupo en especial, o bien
tener que ver con individuos o grupos marginales o « contestatarios »;
- dentro de una misma sociedad, de un mismo grupo o de un mismo
individuo, unas nociones (por ejemplo, « hombre» y « mujer ») o
unos fenómenos (por ejemplo « homosexualidad » y « heterosexualidad ») que se podrían considerar intrínsecamente vinculados, no
necesariamente harán parte del mismo tipo de formalización ;
- a la inversa, « opiniones » o comportamientos aparentemente
contrarios pueden pertenecer a un mismo tipo de lógica;
- el orden en el cual estos modos de conceptualización están
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu135
expuestos aquí no necesariamente corresponde a una evolución
histórica lineal (particularmente en lo que se refiere a los movimientos occidentales de mujeres).
Modo I. Identidad « sexual »
Referencia principal: el sexo
Un primer modo de conceptualización del sexo se sitúa en
una problemática que llamaré de identidad « sexual », basada en la
consciencia individualista de la vivencia sico-sociológica del sexo
biológico. Es la perspectiva más común en nuestras sociedades. Ejemplo de ello es esta frase que saqué hace unos diez años de un « correo
sentimental» : « ¿porqué es que las cosas no funcionan con mi novio?
Tengo sin embargo todo lo que se necesita para ser una mujer… »
(en el contexto: la menstruación, por consiguiente la capacidad de
procrear). Una « mujer », es alguien… de sexo femenino, hembra.
Se trata de una problemática de la adecuación (de la que resultan problemas de inadecuación) entre rasgos personales sico-sociales
y rasgos biológicos. Se concibe el sexo biológico determinado, o a
determinar.
El referente por lo tanto es una bipartición absoluta del sexo,
a la vez natural y social. El « hecho de ser macho» (maleness) corresponde a lo masculino, el « hecho de ser hembra » (femaleness), a lo
femenino. El modelo es la heterosexualidad, concebida en Occidente
como una expresión de la Naturaleza (o en otras sociedades como la
expresión de un orden del mundo ya fijado).
En las relaciones sociales, lo que corresponde a esta perspectiva es por supuesto la estrategia de la femineidad, impuesta a las
mujeres, y de la masculinidad, aprendida a los hombres.
El género traduce el sexo. Entre sexo y género, se establece
una correspondencia homológica. La diferencia de los sexos se concibe como la fundadora de la identidad personal, del orden social y
del orden simbólico.
En las ciencias humanas, una gran parte de la sicología y del
sicoanálisis tiene que ser ubicada en este modo de conceptualización.
Definiciones y resoluciones de las inadecuaciones
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu136
En esta perspectiva « naturalista », el juicio que se emite sobre
la homosexualidad es que se trata de una anomalía o de una perversión
—juicio retomado por una parte importante de las y los homosexuales
mismos (antes o fuera de los recientes movimientos homosexuales).
Pero a la misma lógica pertenece uno de los argumentos de defensa de
estos « desviados » déviants: que la homosexualidad también existe
en la naturaleza, por ejemplo en los animales.
A nivel de la definición, la contradicción que representa la
homosexualidad en esta perspectiva I se resuelve de una manera que
puede parecer paradójica:
1. Por un lado, hay que continuar definiendo cada término de la relación entre los miembros de la pareja a través de lo biológico; de allí
la definición simple: una pareja homosexual = 1 mujer + 1 mujer, o 1
hombre + 1 hombre ; de la que resulta también, paradójicamente, la
autodefinición que se dan algunas homosexuales: « Me acuesto con
(amo a, etc.) una mujer, pero bien hubiera podido ser con un hombre »
3
(Presentar la elección de la pareja como la elección de un individuo
cuyo sexo es aleatorio (uno u otro) me parece muy diferente a la reivindicación de la bisexualidad, que podremos ubicar en el modo II y
cuya fórmula más bien sería « me gustan tanto los hombres como las
mujeres »: los unos y los otros).
2. Por otra parte, a la vez que se define la relación homosexual en térmi-
3
No son las deliciosas sutilezas del diccionario Petit Robert (edición 1973) las
que contradecirán este aspecto de la definición:
« Heterosexual. Adjetivo.
Quien siente un apetencia
sexual normal hacia los
individuos del sexo opuesto.
Antónimo: Homosexual.»
«Heterosexualidad.
Sexualidad normal del
heterosexual.
Ant. Homosexual sic. »
« Homosexual. Nombre. Persona
que siente un apetencia sexual más o
menos exclusivo hacia los individuos
de su propio sexo. Adjetivo. Relativo
a la homosexualidad.
Antónimo: Heterosexual. »
« Homosexualidad. Tendencia,
conducta de los homosexuales.
sic: no hay antónimo. »
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu137
nos biológicos, es necesario encontrar también en el plano sico-social
la bipartición del modelo heterosexual de base. De ahí la idea común
—y a veces puesta en práctica— que en una pareja homosexual, habrá
una mujer « masculina » o un hombre « femenino ». En realidad, solo
uno de los dos es considerado de hecho como homosexual y desviado
déviant: el que no tiene (no tendría) el « rol », o la « sicología », o
el comportamiento sexual (por ejemplo en la oposición jerárquica
« activo/pasivo ») —es decir, el género de su sexo.
Se ve aquí que el comportamiento sexual forma parte integrante de la diferenciación, no de los géneros, sino de los sexos,
diferenciación que el género asignado a uno de los dos homosexuales
no hace más que traducir mal que bien.
Pero esta dificultad también puede ser anulada. Por ejemplo,
entre los swahili de Mombasa (Kenya), el sexo determina tan fuertemente el género que, según Shepherd (1987), los dos miembros
de una pareja homosexual son considerados (y se comportan) como
femeninas si son mujeres, y masculinos si son hombres (a lo sumo,
los homosexuales jóvenes tienen modales levemente femeninos,
pero únicamente en privado y sobre todo en compañía de las mujeres
—ante las cuales son por lo demás los únicos hombres exteriores a
la familia en ser admitidos, en esta sociedad muy segregada según
el sexo). De hecho, si sexo y género son aquí totalmente adecuados
—si no se intenta, por ejemplo, diferenciar el género en una pareja
homosexual—, es que la bipartición es desplazada a otro plano, basada
en otro valor: la jerarquía de rango. La homosexualidad masculina y
femenina se tolera a condición de que las parejas se formen sobre la
oposición más rico(a)/más pobre, más viejo(a)/más joven. « El rango
prima sobre el género », dice Shepherd. Sin embargo, se notará que el
modelo de la heterosexualidad reproductiva sigue siendo fundamental,
y más pregnante prégnant (convendría decirlo: pregnancy…) para
las mujeres, puesto que ninguna mujer puede volverse homosexual
antes de haber sido casada, a diferencia de los hombres jóvenes.
En la lógica de la adecuación entre bipartición del sexo y
bipartición del género con primacía de la identidad sexual —lógica
que podríamos calificar de « sexualista »—, lo más normal es, pues,
adaptar el género al sexo.
Pero a veces, paradójicamente, habrá que hacer lo contrario:
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu138
adaptar el sexo al género, plegar lo biológico (o al menos lo anató-
mico) a la vivencia síquica, o a la norma cultural. Es el caso de los
transexuales de nuestras sociedades modernas, quienes en su mayoría
rechazan con horror la idea de ser considerado(a)s como homosexuales
y quieren por medio de la modificación de su sexo lograr una « verdadera » heterosexualidad. La insistencia que ponen la mayoría de los
transexuales en volverse « normales » se acompaña generalmente de
su tradicionalismo respecto a los roles de género (división del trabajo,
apariencia, etc.) y de su claro « falogocentrismo » (Runte, 1988).
A la imagen de la sociedad global, rechazan lo que consideran ser una « caricatura » del otro sexo en ciertos homosexuales,
y confunden en un mismo desprecio homosexuales y travestis, así
como lo subraya Annette Runte en un análisis de tres autobiografías
de transexuales (mujer-a-hombre): « Estas mujeres con trajes masculinos, estas tristes caricaturas de hombres, estas… estas travestidas…
son ridículas, grotescas […] Es aberrante! Insensato! … No soy una
lesbiana! […] Soy un hombre! », escribe Daniel Van Oosterwyck
(citado por Runte 1987 y 1988). (Veremos que la « caricatura », la
exageración de los rasgos de género, es precisamente lo propio del
travestismo, típico del modo II).
Notemos que « la difícil frontera entre lesbianismo y transexualismo femenino » (según la expresión de Runte 1987), frontera
que reivindican las transexuales mujer-a-hombre, es en cierta forma
negada por los científicos (médicos y siquiatras), tal como lo demuestra
un texto de Ines Orobio de Castro (1987) sobre la aprehensión teórica
y el tratamiento asimétrico del transexualismo, dependiendo de si el
sujeto quiere volverse hombre o mujer. Para un hombre-a-mujer, una
vez descartado el diagnóstico de homosexualidad, se considerará que
tiene una identidad de género « mujer » real ; una mujer-a-hombre será
considerada antes que todo como homosexual « masculina » más que
como hombre… Parece que no se puede concebir una « verdadera »
masculinidad en la mujer. Según la autora, la razón de esta actitud no
sería tanto que es más fácil admitir que se adopte el estatus (inferior)
de mujer, que el estatus (superior) de hombre. Esta perspectiva asimétrica le parece más bien vinculada a una « evaluación diferente de
la relación entre la orientación sexual y el sexo biológico: la práctica
sexual de un hombre pasivo siendo decisiva para
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu139
su ser-macho (maleness), el cuerpo de una mujer para su ser-hembra
(femaleness) ». Señalábamos más arriba que, en este modo I, el comportamiento sexual forma parte de la definición del sexo. Al menos
los transexuales hombre-a-mujer y los siquiatras hombres estarán de
acuerdo sobre este punto.
Mi interpretación, que no contradice la de Orobio de Castro,
es que dentro de la óptica sexualista de las sociedades occidentales,
el sexo de la mujer es, sobre todo, un no-sexo masculino. De hecho, la
mujer no tiene sexo, es un no-macho. Un hombre sin pene es entonces
forzosamente una mujer, aunque el sexo artificial que le fabriquen
no tenga nada que ver con un sexo femenino. Una mujer sin vulva ni
vagina no puede ser un hombre porque el pene artificial no tiene nada
que ver con un sexo masculino.
Independientemente de lo que piensen los transexuales modernos, ciertas formas de « travestimo », y sobre todo el transvestismo
4
, son una forma de revestir la modificación del sexo (y no solo
del género, como acontece en el modo de conceptualización II)
5
. Así
como lo demuestran los hijras de la India y los inuit.
Parece en efecto que entra en esta perspectiva « sexualista »
el caso de los hijras de la India, eunucos-travestis consagrados a una
diosa femenina, puesto que es por esta misma razón que son castrados. Concebidos como ni hombres ni mujeres, pero sobre todo como
no-machos, el ideal cultural (la norma religiosa) es que ellos sean no
solamente a-sexuados sino a-sexuales (lo que está vinculado igualmente a la valorización general, aunque ambigua, del ascetismo y de
la abstinencia sexual en esta cultura). También, la práctica individual
homosexual de muchos de ellos es vista como algo contradictorio
con respecto a su rol ritual (por lo demás, el término hijra no se con-
4
Ver nota 6.
5
El término de travestismo, con sus connotaciones de disfraz, parodia, exageración,
caricatura, falsificación, máscara, engaño, es más adecuado para designar los
comportamientos ocasionales, tanto individuales como colectivos, que no engañan a
nadie a la vez que todo el mundo está violentamente concernido, como en una acción
teatral imprevista. El transvestismo supone un « verdadero » traspaso de fronteras, al
menos en la consciencia de los actores involucrados, y una cierta permanencia de la
teatralización, sin que sea necesariamente exagerado. (En inglés, y dependiendo de
los autores, el término transvestism abarca a menudo los dos sentidos).
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu140
funde con aquellos empleados para designar a un homosexual o a un
hombre afeminado). Son no-machos porque han sido castrados para
consagrarlos a una diosa femenina. « Travestidos » en mujer, se llamarán a sí mismos la « esposa » de su pareja regular, que ven como su
« marido », insistiendo en que los hombres con los que se relacionan
en el marco de la prostitución no son homosexuales. (Interpretación
de los datos de Nanda 1986. Notemos en torno al « travestismo » de
los hijras que el autor lo describe como « caricatural ». Sin embargo,
por lo menos en base a algunas fotos de su libro, podría pensarse que
se trata de mujeres.)
Finalmente (y contrariamente a otras formas de transvestismo,
tal como el de los berdaches que veremos en el modo II), me parece
que debería clasificarse en la ideología « sexualista » también un
fenómeno de « tercer sexo »: el caso de los inuit (utilización de los
datos de Dufour 1977 y de Saladin d’Anglure 1985, 1986).
Entre los inuit (eskimales), al igual que en la mayoría de las
sociedades, es el sexo biológico el que determina el género, pero, en
forma parecida a lo que sienten los transexuales modernos, el sexo
biológico también es problemático. Sin embargo, este aspecto problemático del sexo biológico no es una cuestión de individuos aislados,
sino que está vinculado a la definición misma de la persona social.
En efecto, en todo individuo, reviven una o varias personas, de las
que el individuo recibe el nombre (eponimia) y el lugar en términos
de parentesco. Ahora bien, si el nombre no tiene género (se usa indiferentemente para ambos sexos), tiene un sexo: el del epónimo (la
persona, viva o más a menudo muerta, que ha dado o se supone ha
dado su nombre al niño).
Es muy frecuente que se presente entonces una contradicción
entre el sexo de un epónimo y el sexo aparente del bebé. Para esto, existen dos soluciones (que conciernen respectivamente aproximadamente
a 2% y 20% de la población estudiada por Saladin d’Anglure 1986).
O bien una especie de transexualismo: se dice de algunos niños que
cambiaron de sexo en el momento de nacer ; son los sipiniq, sobre quienes notaremos con Rose Dufour (1977: 65) que en la inmensa mayoría
de los casos, se trata de un « feto varón que al nacer se volvió niña »
—lo que acerca singularmente sus informadores inuit a los siquiatras
occidentales (« lo contrario no existe: niña transformada en niño »). O
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu141
bien, varios grados y diversas formas de transvestismo (los diversos
grados se explican por el hecho de que se puede tener varios epónimos
de sexo diferente): se viste y educa al niño de acuerdo al género que
corresponde al sexo del epónimo, o que el epónimo escogió.
A mi juicio, estamos aquí frente a una transgresión del género
(del género « normal » del niño, es decir, el que sería el correspondiente
a su sexo) por el sexo (del epónimo).
Ahora bien, en el momento de la pubertad, los niños inuit travestidos (transvestidos), y por lo tanto clasificados, a grados diversos,
como pertenecientes al sexo/género opuesto, tomarán (y aprenderán)
las actividades y los comportamientos de su sexo/género biológico,
en vistas del matrimonio y de la procreación. Este nuevo cambio
aparece entonces como una segunda transgresión del género (en este
caso del epónimo y por consiguiente del niño) por el sexo (del o de
la adolescente).
Aquí se pone especialmente de manifiesto la primacía del
sistema hetero-sexual en la lógica sexualista de este modo I, que
distinguiremos de la lógica más « hetero-social » del modo II.
Modo II. Identidad « sexuada »
Referencia principal: el género
Un segundo modo de conceptualización del sexo se sitúa en
una problemática que llamaré de la identidad sexuada —el participio
pasivo marca el reconocimiento de una acción, de una elaboración
hecha por lo social en lo biológico, la idea de una división, de un corte, de una sección (sexión) de la categoría del sexo en dos categorías
sociales de sexo.
La persona no se ubica solamente de manera individual en
relación a su sexo biológico, sino que la identidad personal está fuertemente vinculada a una forma de consciencia de grupo. El sexo no
es vivido ya, al igual que en el modo I, únicamente como un destino
individual anatómico que hay que seguir por medio de la identidad
de género correspondiente, sino que el género es percibido como una
especie de modo de vida colectivo. Aquí, se tiene consciencia de la
imposición de comportamientos sociales a personas en base a su sexo
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu142
biológico (« grupo de los hombres »/ « grupo de las mujeres »).
El género simboliza el sexo (y a veces lo contrario). Entre
sexo y género, se establece una correspondencia analógica.
Ciertamente, los dos grupos sociales continúan siendo concebidos como estando encerrados en lo biológico, pero el interés mayor
es la expresión en lo social de la diferencia biológica de los sexos, es
la elaboración cultural de la diferencia. Es decir, la problemática de
la complementariedad social y cultural de los sexos, ya sea que dicha
complementariedad sea concebida como armónica (« igualdad en la
diferencia ») o desarmónica (« antagonismo entre los sexos » más o
menos inevitable), con sus diferentes variantes según las sociedades,
las clases, las épocas históricas, etc.
En las ciencias sociales, es la problemática que predomina en
psico-sociología, sociología y antropología, la de las relaciones « entre » los sexos, de los « roles de sexo » (modernizados bajo la forma:
roles « de género »; volveremos más tarde sobre este punto) y de los
estudios más recientes sobre la construcción del género.
Respecto a la consciencia de las mujeres y a las estrategias de
las relaciones entre los sexos, se trata de la feminitud feminitude y
de la virilidad: femineidad y masculinidad a realizar, a perfeccionar o
a revelar —estrategias tan impuestas como las de la femineidad/masculinidad, pero con referencia a una cultura de grupo. Dicha cultura
puede ser valorizada o cuestionada.Hallamos una expresión de esto en
dos tendencias de los movimientos de mujeres: el « feminismo cultural » y el « lesbianismo cultural ». Allí se observa simultáneamente,
que puede ser concebida cierta contestación del orden social elaborado sobre el orden biológico, a la vez que la referencia sigue siendo
la bipartición biológica. Para lo que llamo el feminismo cultural, el
problema es que la mujer no es suficientemente reconocida y valorada
; la « cultura femenina » parece provenir de una especia esencia. Los
enunciados-tipos de esta corriente son: « nuestra cultura está fuera de
lo social », o « hay que hacer acontecer la mujer ». En el lesbianismo
cultural (que valoriza la cultura lésbica como una auto-identificación
de las mujeres fuera de las definiciones masculinas), un enunciadotipo sería: « la lesbiana es la mujer más mujer ».
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu143
Puede haber entonces una toma de consciencia política, en
la identidad sexuada, de que los dos grupos de sexo son, de manera
eventual, injustamente socializados, pero con una tendencia que yo
llamaría a la anatomización de lo político (que opondremos a la « politización de la anatomía » del modo III).
En el mismo modo de pensamiento, podríamos ubicar a algunas « feministas socialistas » o « feministas marxistas » anglosajonas
(en Francia, la tendencia llamada « lucha de clases »). La idea es que se
necesitaría corregir injusticias en el estatus respectivo de los hombres
y de las mujeres, para llegar a una igualdad entre los roles de sexo que
incluya un eventual mejoramiento de sus contenidos, un cambio en las
« mentalidades », pero sin mermar la solidaridad hombres-mujeres,
considerada como necesaria para las luchas « globales » (anticapitalistas, nacionalistas, etc.). El término que usan para su acción es
significativo: lucha de las mujeres, y no lucha de los sexos. Dentro de
la misma lógica (aunque a veces en la tendencia opuesta), se hallan
los intentos de develar los poderes « reales » de las mujeres que la
ciencia masculina (u occidental) habría ocultado, o las referencias a
las diosas-madres y a un supuesto matriarcado originario: hay que
re-conocer y valorar a las mujeres, La Mujer.
Hay que, de algún modo, reorganizar o visibilizar las dos
culturas, pero siempre habrá dos sexos y dos géneros.
Es ahí también donde se ubican la mayoría de las sociedades
llamadas tradicionales, estudiadas por la etnología, en las que numerosos rituales permiten al individuo concebirse como « mujer en el
grupo de las mujeres » u « hombre en el grupo de los hombres » (puesta
aparte la pertenencia, también ritualizada, a otros grupos: clase etarias
etc.). Fuera de los aspectos rituales, en muchas sociedades también
existen asociaciones femeninas (por ejemplo en Africa del Oeste) que
gestionan la vida de las mujeres, incluso a menudo en sus relaciones
con el grupo de los hombres, y en casi todas las sociedades existen
asambleas o lugares de los cuales las mujeres son excluidas, exclusivos para hombres. En las sociedades occidentales, esta bipartición en
grupos de sexos existe en las comunidades campesinas. En el medio
urbano, su equivalente son los « clubes de mujeres » de los países
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu144
anglosajones
6
.
Una estricta segregación entre los sexos también puede dar
lugar a formas de solidaridad no institucionalizadas entre mujeres:
solidaridades de protección para defenderse de los hombres, tal como
sucede entre los mundurucú de la Amazonía brasileña, sociedad
matrilocal pero patrilineal, en la que ninguna mujer puede salir sola
del pueblo, so pena de correr el riesgo de ser violada (cf. Murphy y
Murphy 1974) ; de forma más general, solidaridades de sobrevivencia
económica y afectiva (cf. Caplan & Bujra (eds.) 1978).
Basadas en una fuerte tradición de asociaciones femeninas, las
revueltas « de mujeres » en Africa plantean justamente un problema de
definición (siendo la más famosa la de miles y miles de mujeres igbo e
ibibio en Nigeria en 1929 —en las que hubo aproximadamente cincuenta muertas y la misma cantidad de heridas por las balas británicas).
Alguno(a)s las califican de feministas, en el sentido que defendían los
intereses, entre otros económicos, de las mujeres. Lo que nos interesa
aquí para nuestra demostración, es que, creyéndose amenazadas de ser
taxadas por la administración colonial por su actividad económica (que
solo taxaba a los hombres), las mujeres utilizaron en sus protestas en
contra de las autoridades un simbolismo sexual obsceno —el mismo
simbolismo que les servía tradicionalmente y colectivamente para
castigar a cualquier hombre que hubiera insultado a una mujer (es
decir, a todas las mujeres)
7
. Estamos aquí frente a una reivindicación
económico-política basada en una consciencia de grupo sexuado, cuyo
modo de expresión se refiere a una identidad « de mujer » (según sus
propios términos, no querían volverse « como los hombres » y temían
que sus hijos se murieran). Conservaremos la interpretación de Caroline Ifeka-Moller (1975) según la cual el hecho de que ellas pusieran
de relieve su identidad como reproductoras (y no como productoras),
marcaba la estabilidad de la ideología que definía a la mujer por su
6
Tradición de la cual cabe preguntarse si no ha jugado un papel en el temprano avance
de los movimientos feministas anglosajones al final del siglo XIX, con respecto a los
países « latinos », en donde las mujeres eran más bien excluidas de las sociedades
varoniles y raras veces formaban sociedades de mujeres…
7
Dicha práctica es común en otras sociedades africanas, cf Shirley Ardener 1973.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu145
función procreadora, en una sociedad de dominación masculina donde
las mujeres habían alcanzado cierta riqueza económica en los años
1880, pero sin llegar a menguar el control económico y político de
los hombres —favorecidos por los colonizadores y por la crisis del
comercio mundial.
Parece por lo tanto que este tipo de revueltas, apoyada incluso
por los hombres, reafirme la complementariedad jerárquica de los
sexos/géneros. Aquí, el sexo es utilizado como símbolo del estatus de
género.
En lo que se refiere a la relación entre lo biológico y lo social,
se concibe en esta perspectiva II la adecuación entre lo social y lo
biológico (es decir, el modelo de la diferencia heterosocial) no tanto
como « natural » o basada en un orden del mundo cualquiera que sea
(como en la primera perspectiva), que como necesaria para el buen
funcionamiento de la sociedad. Se trata, podría decirse, de una perspectiva pragmática, diferente a la perspectiva idealista del modo I.
Más que ser una expresión de la Naturaleza, la bipartición
del género se vuelve símbolo de la Cultura (sobre el carácter artificial
de la división sexual del trabajo y de la familia, ver Lévi-Strauss
8
),
8
Para evidenciar la artificialidad, la no-naturalidad de la dicha « división sexual del
trabajo », Claude Lévi Strauss (1871 1956) notaba que bien se la podría llamar, a
partir de sus características negativas, « prohibición de tareas », de la misma forma
en que se habla de prohibición del incesto (que podría al contrario denominarse
« división de los derechos de casarse entre familias »).
« … cuando se observa que un sexo debe cumplir ciertas tareas, esto significa también
que están prohibidas al otro. Vista de esta manera, la división sexual del trabajo no es
otra cosa más que una manera de instituir un estado de dependencia recíproca entre
los sexos » (p. 19, las cursivas son mías).
« Entonces, de la misma forma en que el principio de la división sexual del trabajo
establece una dependencia mutua entre los sexos, llevándolos así a perpetuarse y a
fundar una familia, la prohibición del incesto instituye una dependencia mutua entre
las familias, forzándolas a crear nuevas familias en vistas a perpetuarse » (p. 21).
… si la noción de un comienzo de la organización social tiene algún sentido, este
comienzo sólo pudo manifestarse por medio de la prohibición del incesto, porque,
como lo acabamos de demostrarlo, dicha prohibición equivale de hecho a una cierta
reorganización de las condiciones biológicas del aparejamiento y de la procreación […]
obligando a las familias a perpetuarse en una red artificial de tabúes y obligaciones.
Es allí, y solamente allí, que podemos poner en evidencia el paso de la naturaleza a
la cultura, de la vida animal a la vida humana […] » (pp. 21-22).
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu146
y por consiguiente, se puede admitir una mayor flexibilidad en los
comportamientos.
Esta es la razón por la cual situaré aquí la autodefinición de la
homosexualidad como « modo de vida » y posible base de identidad
en cuanto preferencia sexual —así como la reivindicación de la opción
bisexual.
Definiciones y resoluciones de las inadecuaciones
En vez de acomodar la convergencia entre sexo y género como
lo observamos típicamente en el modo I (transexualismo moderno,
castración de los hijras, travestismo transformista de los y las inuit
—formas de « transgresión del género por el sexo »—, o denegación
de la homosexualidad como problema « de género » entre los swahili), encontraremos en el modo II acomodamientos de la divergencia
entre sexo y género, entre otros por medio de lo que podríamos llamar
transgresiones del sexo por el género.
1. Al nivel individual, por ejemplo en las sociedades occidentales modernas, encontramos el caso de los travestis, quienes adoptan,
de forma más o menos permanente, el género que desean, el del otro
sexo, sin modificar su identidad sexual (sin poner en duda su sexo
anatómico). Contrariamente a la mayoría de los transexuales, los hombres travestidos de mujer son a menudo homosexuales, y su identidad
sexuada se define en relación a la comunidad homosexual masculina
—a pesar del desprecio, o hasta del rechazo, que pueden sufrir por
parte de esta comunidad y del estatus inferior que les otorga: tal es el
caso de los actores travestis (female impersonators) norteamericanos
estudiados por Esther Newton (1979).
La importancia de la homosexualidad como cultura de grupo
que fundamenta la identidad sexuada, y el predominio del género sobre
el sexo en este modo II, también reciben una paradójica ilustración con
el caso que me ha sido notificado
9
de un hombre travestido en mujer
y quien se decía « hombre lésbico »: intentaba que se hiciera cargo
9
Comunicación personal de C. Menteau
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu147
de él un grupo de lesbianas y se negaba a unirse a los homosexuales
masculinos durante las marchas « gay ».
Si bien el travestismo (no transformista) parece ser típico del
modo II, así como el transexualismo lo es del modo I, hay que mencionar no obstante el caso de algunas (escasas) personas que afirman
ser transexuales, pero que en vez de buscar la convergencia entre sexo
y género, juegan con la divergencia y también con la « homosexualidad » (en su opinión) como confirmación de un estatus de sexo/género.
Marie-Aude Murail por ejemplo, transexual mujer-a-hombre, en su
autobiografía novelada, Passage (analizada por Runte 1987 y 1988),
no menciona ninguna cirugía pero se describe en cambio como un
« hombre afeminado », un « macho emasculado ». (Sobre la mujer
en cuanto no macho, ver más arriba la visión de los siquiatras sobre
los transexuales ; o sobre el no-macho en cuanto mujer, ver a los
hijras. Dice A. Runte (1987: 221): « In her imagination, she equals a
« eunuch » and thus adopts the widespread vision of « woman » as a
« deficient » man
10
. »)
Clasificamos aquí a Marie-Aude Murail en el modo II porque
para confirmar su identidad de sexo « hombre », ella/él hace un intento
(fracasado) de integrarse al mundo de los homosexuales masculinos
(entre otras, teniendo relaciones sexuales con ellos); ella/él se describe como « un tipo con senos que coge con homosexuales »: ya que a
ellos les gustan los hombres, ella es por tanto un hombre. Ella necesita
entonces establecer una relación con alguien de sexo idéntico para
afirmar su sexo y su género (mientras que en el modo I se necesita a
alguien de sexo contrario: una mujer-a-hombre quiere una mujer como
pareja y para tal efecto requeriría de una cirugía).
Para Murail, sabiendo que sigue siendo físicamente una mujer,
pero concibiéndose como un homosexual masculino, no debe ya temer
la etiqueta de lesbiana como caricatura de hombre: el acomodamiento
de la inadecuación entre su sexo y su género pasa a tal grado por el
principio de lo idéntico, que llega a afirmar: « soy lesbiana, me gustan
las maricas »… Runte (1987) tiene razón cuando afirma que Murail
no naturaliza ni el sexo ni el género y considera que esta frase es una
10
En su imaginación, ella se iguala con un « eunuco » y por tanto adopta la visión
muy difundida de « mujer » como hombre « deficiente » (N. d. T.).
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu148
paradoja. Me parece que la paradoja se explica de la siguiente manera: si se habla en términos de sexo, lo que es más importante en el
transexualismo, Murail es un hombre (homosexual) ; si se habla en
términos de género, Murail acepta ser una homosexual (mujer).
Finalmente, mencionemos el caso paralelo de un transexual
hombre-a-mujer (hermafrodita declarado varón en la infancia y posteriormente tratado con hormonas masculinas, sin mucho resultado), a
quien se le había practicado la ablación de los senos y quien se definía
como « mujer lesbiana ». El/ella venía a buscar en un grupo lésbico
su identidad de mujer (vestido de hombre, pero se le hablaba en femenino), sintiéndose, según sus propias palabras, « aún más mujer
cuando se enamoraba de una mujer » (aquí volvemos a encontrar la
fórmula « la lesbiana es la mujer más mujer », ya mencionada).
2. Las transgresiones del sexo por el género se expresan
también a través de varias « soluciones » institucionales a las inadecuaciones entre sexo y género.
Tomemos el ejemplo de los matrimonios entre hombres, tales
como existían oficialmente en los reinos azande del sur de Sudán antes
de la autoridad colonial (cf. Evans Pritchard 1970). En esta sociedad
jerarquizada, los guerreros célibes de la corte podían desposarse con
jóvenes varones, por los que daban, como en todo matrimonio, una
compensación y ciertos servicios a los padres. El joven era « la esposa » del « marido », cumpliendo para éste las tareas agrícolas, domésticas y sexuales de una mujer. Los azande explicaban la existencia de
esta institución por « falta de mujeres » (muchos hombres se casaban
muy tardíamente por causa de la poliginia). De hecho, si el guerrero
había mostrado ser un buen yerno, los padres del joven-esposa podían
proponerle después a cambio del mismo, una de sus hijas. El joven,
en espera de una mujer, podía a su vez casarse con un muchacho.
Notaremos en cambio que las relaciones sexuales entre mujeres (también atribuidas a la gran poliginia que recluye a las mujeres y
a la violenta represión del adulterio) eran fuertemente reprobadas por
los hombres dado que « …una vez que una mujer ha comenzado a tener
relaciones homosexuales, es muy probable que continúe, porque ella
se vuelve entonces su propio jefe y puede obtener placer cuando ella
quiere y no solo cuando un hombre concede en dárselo… » (Evans-
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu149
Pritchard 1970: 1432). Según los informadores del etnógrafo, parece
que las mujeres disfrazaban estas relaciones bajo la forma de « amistades amorosas » (con un pequeño ritual que imitaba los ritos de la
fraternidad de sangre entre hombres), pero para las cuales tenían que
obtener la autorización de su esposo. También parece que adoptaban
comportamientos de marido y mujer (el « marido » podía golpear a
la « esposa », por ejemplo) y utilizaban frutas o verduras en forma
de pene (pero se menciona también que intercambiaban papeles en el
acto sexual).
Se observa que, si bien las relaciones homosexuales pueden
ser atribuidas a una fuerte segregación entre los sexos (el grupo de los
hombres opuesto al grupo de las mujeres), la homosexualidad masculina, socialmente fomentada, sólo reproduce el sistema de dominación
de los hombres sobre las mujeres, mientras que la homosexualidad
femenina es percibida como una amenaza al control de los hombres
sobre las mujeres.
Así los matrimonios entre hombres en la población azande
expresan perfectamente que la inversión de sexo no es necesariamente
una subversión del género, y corresponde a la primacía del género
heterosocial (es decir, de la diferenciación, de la bipartición jerárquica
de las tareas y funciones en la división del trabajo, incluso sexual).
Esto está confirmado por la observación de la institución de
los matrimonios entre mujeres, documentados en aproximadamente
treinta sociedades africanas, algunas de ellas contemporáneas, aunque
parece que, a la inversa de los matrimonios entre hombres, no implican
relaciones homosexuales, por lo menos en forma conocida y oficial.
Efectivamente —tratándose de mujeres— es la función procreativa
la que aquí está en juego. Se trata generalmente de una adaptación
de la sociedad para garantizar la continuidad de un linaje agnático,
en ausencia de macho (muerto o inexistente). Una mujer, al pagar la
compensación matrimonial, se casará entonces, como marido, (llamado
female husband en la literatura), con otra mujer, quien producirá hijos
con un hombre que sólo será su progenitor y no tendrá ningún derecho
sobre ellos. Estos derechos le corresponden, ya sea al linaje del padre
11
Obviamente, los matrimonios entre mujeres presentan una gran variedad de
modalidades concretas y de significaciones según las estructuras de parentesco, las
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu150
del marido femenino (es decir, a su propio linaje), ya sea al linaje de
su marido. Dentro de la extrema diversidad de los arreglos concretos
11
,
O’Brien (1977) distingue sin embargo dos tipos de maridos femeninos:
las que actúan como sustitutos de un hombre (padre o hermano, y en
este caso generalmente estan reconocidas como « padre » de los hijos ;
o marido o hijo, y en este caso son ellos los que son declarados como
« padres »); y las que actúan de manera « autónoma », por cuenta
propia, y son a menudo las más próximas a ser un hombre social.
Esta última categoría está sobre todo vinculada a la posibilidad que
las mujeres tienen en una sociedad dada de manipular riquezas o de
alcanzar posiciones sociales y políticas importantes.
Volverse « marido » puede ser entonces para una mujer una
forma de expresar o de adquirir un mejor estatus (lo que por supuesto no era el caso para los jóvenes-esposas azande, que no eran sino
mujeres provisionalmente…).
En cuanto a las mujeres esposas de los maridos femeninos,
en el único estudio que se ha verdaderamente interesado en este tema,
recientemente realizado en la población nandi del Kenya occidental
(Oboler 1980), algunas informadoras consideran menos penoso estar
casadas con una mujer que con un hombre y subrayan la mayor libertad
sexual y social que esta situación les otorga.
En todo caso, los matrimonios entre mujeres funcionan en base
al modelo de la oposición de género, teniendo el « marido femenino »
sobre su esposa las prerrogativas de un hombre. La diferenciación de
las tareas y de las funciones sociales, atributo principal del género,
se reproduce incluso en los matrimonios entre personas del mismo
sexo, hecho que testimonia, a manera de reflejo, que el matrimonio
no se define principalmente por la función reproductiva entre sexos
organizaciones económicas y políticas y las relaciones sociales entre los sexos en las
sociedades en donde se insertan. Un debate se instauró en cuanto a su interpretación
(cf. entre otros Amadiume 1987; Huber 1968 /69; Krige 1974 ; Obbo 1976 ; O’Brien
1972 y 1977, en donde se encuentran también otras referencias).
La lista de las poblaciones censadas en la literatura por O’Brien (1977: 110) es la
siguiente: 1/ Yoruba, Ekiti, Bunu, Akoko, Yagba, Nupe, Ibo, Ijaw, Fon, en Africa
del Oeste ; 2/ Venda, Lovedu, Pedi, Hurutshe, Zulu, Sotho, Phalaborwa, Narene,
Koni, Tawana, en Africa Austral ; 3/ Kuria, Iregi, Kenye, Suba, Simbiti, Ngoreme,
Gusii, Kipsigis, Nandi, Kikuyu, Luo, en Africa del Este ; 4/ Nuer, Dinka, Shilluk en
Sudán.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu151
opuestos (a la que siempre se puede hallar soluciones), sino que en
cambio garantiza siempre un conjunto de derechos del sexo/género
« hombre » sobre el sexo/género « mujer ».
Algunos detalles permiten ver que socialmente, los maridos
femeninos no son totalmente hombres, ni los jóvenes-esposas totalmente mujeres, sin que se pueda hablar en este caso de un « tercer
sexo ».
Esta expresión está siendo utilizada cada vez más para hablar
de algunas formas de transvestismo institucionalizado, tal como entre los inuit, que hemos clasificado en el modo I, y también el de los
« berdaches », fenómeno aún corriente en las poblaciones indígenas
de los Llanos y del Oeste de América del norte durante el siglo XIX,
y que me parece más cercano a la perspectiva II.
Contrariamente al transvestismo inuit (el cual es « sexualista » y se « reconvierte » en la pubertad, probablemente porque en
esta sociedad, cualquier individuo puede vivir una divergencia entre
sexo biológico y sexo social), el transvestimo y la adopción de tareas
y comportamientos del género opuesto por parte de los berdaches
norteamericanos solo concernían a algunos individuos, pero se institucionalizaban en la adolescencia o en la edad adulta. Los berdaches,
joven vuelto mujer social, o joven vuelta hombre social, pueden ser
clasificados (según las culturas, y según las interpretaciones de los
autores), como un fenómeno de « tercer sexo », de « género mixto »
(gender mixing status), o de « trans-género » (gender crossing)
12
En algunas culturas han sido reportados casos de bisexualidad
12
Para los debates recientes sobre la cuestión de los berdaches, cf. entre otros: Désy
1978; Whitehead 1981; Callender & Kochems 1983, 1986 ; Blackwood 1984 ;
Blackwood (ed.) 1986. Callender & Kochems (1983: 445) proponen una lista de
ciento trece culturas norteamericanas que reconocieron el estatus de berdache a ciertos
individuos, entre las cuales treinta, a mujeres.
Evelyn Blackwood (1984: 29, nota 7) da una lista de treinta y tres sociedades de
América del Norte donde está comprobada la existencia institucional de un « crossing
gender role » para las mujeres: Región subártica Ingalik, Kaska ; Norte-Oeste -Bella
Coola, Haisla, Lillooet, Nootka, Okanagon, Queets, Quinault ; California/Oregón
-Achomawi, Atsugewi, Klamath, Shasta, Wintu, Wiyot, Yokuts, Yuki ; Sur-Oeste -
Apache, Cocopa, Maricopa, Mohave, Navajo, Papago, Pima, Yuma ; Gran-Depresión
-Ute, Southern Ute, Shoshoni, Southern Paiute, Northern Paiute ; Llanos -Blackfoot,
Crow, Kutenai.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu152
e incluso de heterosexualidad (ver ejemplos en Callender & Kochems
1983). Pero sigue siendo sorprendente el hecho de que los berdaches no
tenían relaciones sexuales entre sí (la verdadera homosexualidad para
los berdaches hubiera consistido en tener relaciones con una persona
del mismo sexo-género). Entonces, ninguna relación entre dos seres
idénticos —se mantiene la diferencia, principalmente de los géneros,
ocasionalmente de los sexos. En fin, que los grupos aceptaran o no la
homosexualidad en las personas « comunes », ésta no se confundía y
no implicaba automáticamente el estatus de berdache —ni tampoco
los poderes chamánicos que el traslape institucional de las fronteras
de género a menudo otorgaba (de la misma forma, de hecho, que los
cambios de sexo/género en los inuit, cf. Saladin d’Anglure 1988).
Respecto a la representación de la relación sexo biológico/sexo
social, bien parece ser que, a nivel de la identidad personal, algunos
individuos berdaches hayan intentado reencontrar la adecuación entre
sexo y género (entre identidad sexual y sexuada) característica del
modo I.
Es así como en las tribus mohave (Devereux 1937), los
berdaches negaban su sexo físico « real », no soportaban que se lo
mencionara, lo nombraban a través de los términos anatómicos del
otro sexo, e incluso imitaban el sexo físico de su género: imitación
de la menstruación y del embarazo por el alyha (hombre en el rol de
mujer), negación de la menstruación y reconocimiento de la paternidad
del hijo de su esposa por la hwame (mujer en el papel de hombre).
Esto podría ser interpretado como una especie de voluntad transexual
análoga a la del modo I…
Ahora bien, en tanto que sólo se encuentren en la fase de
cambio individual de género, los transexuales modernos se hallan en
oposición a la sociedad en que viven, y no comienzan a ser aceptados
institucionalmente (por la vía jurídica: modificación de los documentos
de identidad) sino cuando pueden « probar », gracias a la transformación anatómica, la adecuación entre sexo y género. Por el contrario,
el punto interesante en los berdaches mohave es que 1/ su cambio
de género es aceptado por la sociedad, ya que es institucionalizado;
aunque 2/ su pretensión al cambio de sexo es objeto de bromas y
a veces ridiculizada (bajo la forma de alusiones y de preguntas de
contenido sexual dirigidas a su compañero/a o esposa/o —más que a
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu153
ellos mismos, ya que en cuanto individuo se respeta su decisión y por
otra parte se teme a su capacidad de ejercer una venganza mágica, o
más simplemente a su reacción física violenta, sobre todo si se trata de
un berdache hombre). Parece entonces que la sociedad mohave, que
al reconocer el cambio de género, no « necesite », aunque la tolere,
ninguna fábula en cuanto al cambio de sexo
13
.
Basta la bipartición del género para respaldar la norma heterosexual.
A pesar de las diferencias de una cultura a otra, me parece
posible entonces clasificar el « berdachismo » en este modo II (predominio del género sobre el sexo, y por tanto posibilidad de integrar la
bisexualidad), oponiéndolo por un lado —dado su aspecto de « transgresión del sexo por le género »— al modo I (transgresión del género
por el sexo en el transexualismo moderno o en el trasvestismo inuit),
y por otro lado —dado su aspecto de « preservación de la diferencia
en la pareja », ya sea una diferencia social o física— a la perspectiva
del modo III, unificadora en su rechazo de los roles de género (cf.
infra).
A través de estos rápidos ejemplos, hemos visto que la perspectiva II puede integrar todos los tipos de « opción sexual » (hetero
,
bi- u homo-sexualidad) sin abandonar la norma del « hetero-género »
(basada sobre la idea de una bipartición, jerárquica, del sexo). Así es
como la homosexualidad masculina —ya sea aprobada o reprobada por
la sociedad global— puede, bajo ciertas formas, revelar perfectamente
la jerarquía de género (de igual manera que los rituales colectivos de
travestismo de un sexo al otro). Puede ser la expresión máxima de la
consciencia de grupo sexuado del grupo dominante (el que determina los géneros). Es el caso de la ideología de la supervirilidad en los
bares « cuero » (leather) homosexuales norteamericanos actuales (cf.
13
H. Whitehead (1981: 89 y 92-93) vincula sin embargo la presencia entre los indios
del Sur-Oeste de « mistificaciones de la anatomía » —de posibles redefiniciones de
la fisiología que permiten una « cross-sex identity » además de una « cross-gender
identity »— al hecho de que es también sobre todo en estas tribus que existen
mujeres berdaches. E. Blackwood (1984), en cambio, prefiere considerar que se
trataba esencialmente de un « cross-gender role » y atribuye esta existencia de
mujeres berdaches en las tribus del Oeste —relativamente ausentes en los indios de
los Llanos— al hecho de que las primeras hubieran tenido un modo de producción
más igualitario.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu154
la novela de John Rechy 1981), o de los S.A.
T
nazis —grupos muy
circunscritos.
El único problema de una sociedad global « pragmática » es
precisamente el de circunscribir la homosexualidad masculina de una
u otra forma, es decir a la vez de obtener de ella sus ventajas (la fraternidad viril en contra de las mujeres) y de evitar sus inconvenientes
(homosexualidad duradera, pérdida del control de las mujeres y de la
natalidad). Así como lo decía Himmler en su discurso a los generales
S. S. el 18 de febrero de 1937: « Somos un Estado de hombres, y a
pesar de todos los defectos que presenta este sistema, debemos absolutamente aferrarnos a él. Porque esta institución es la mejor […]
Pero hay que impedir […] que las ventajas de las asociaciones masculinas se transformen en defectos […] Conozco muchos camaradas
del Partido que piensan que tienen la obligación […] de mostrarse
particularmente viriles, portándose en forma grosera y brutal con las
mujeres […] Pienso que hay una masculinización demasiado fuerte
en el conjunto del Movimiento, y dicha masculinización contiene el
germen de la homosexualidad […] Les pido que se aseguren que sus
T
S. A. significa Secciones de asalto (diferentes pero contemporáneos de los S.S.,
Sección especial). Se trataban de unos grupos paramilitares del partido nacionalsocialista (nazi), de los que hacían parte muchos homosexuales, de manera muy
abierta. Fueron brutalmente « depurados » y desaparecidos por los mismos nazis al
cabo de un tiempo. (NdT).
14
Himmler abarca en una igual desaprobación: a la masculinización de las mujeres
dentro de las organizaciones del Partido (« de tal modo que a la larga la diferencia
sexual, la polaridad, desaparecen. Por lo tanto, el camino que lleva a la homosexualidad
no está lejos ») ; el peso de la Iglesia cristiana (que califica de « asociación erótica
de hombres que aterroriza a la humanidad », desprecia a « la mujer », y de paso « ha
quemado de cinco a seis mil mujeres » alemanas —una no se atreve a preguntarse
si Himmler tenía el sentido de la ironía de la Historia) ; y la « esclavitud » en la
que las mujeres mantienen a los hombres en América del norte (a tal grado que
la homosexualidad « se ha vuelto allí una medida de protección absoluta para los
hombres »).
Preconiza respecto a las mujeres « una actitud caballeresca », no sólo para favorecer los
contactos (obviamente reproductivos) entre los sexos, como en la época de « la regla
sana y natural » de las aldeas, sino también porque « el movimiento, la concepción
del mundo nacional-socialista sólo pueden subsistir si están sostenidos por las
mujeres: porque los hombres comprenden las cosas por medio de su entendimiento,
mientras que la mujer las comprende con su corazón ». (Sobre la manera en que
el movimiento fue « sostenido » por las mujeres, excluidas de cualquier instancia
dirigente o intelectual, ver Rita Thalmann (1982), en especial chap. II: « El orden
masculino (Der Männerbund) ».)
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu155
hombres —les he señalado el camino— bailen con muchachas durante
la fiesta del solsticio de verano » (pp 217-231 in Boisson 1987)
14
.
De allí los variados acomodamientos, según las sociedades,
entre homosocialidad y homosexualidad masculinas. Siendo obviamente la « mejor » solución una relación que, feminizando (a nivel de
género) de manera provisional, a uno de los dos miembros de la pareja
(por medio de la inferioridad del estatus, de la edad o del saber), no lo
afemina (ni a nivel de género, ni a nivel de sexo), sino que lo lleva a la
plena virilidad heterosexual. Parece haber sido el caso de la relación
maestro/alumno en la Grecia clásica, donde no había contradicción
entre homosexualidad y matrimonio, para los hombres.
En este modo II entonces, la homosexualidad masculina no
es necesariamente una inadecuación entre sexo y género (como lo es
en el modo I), ni una subversión del género y del sexo (como en el
modo III). Puede incluso —bajo ciertas condiciones y dentro de ciertos
límites— servir de modelo virilidad/femineidad féminitude, al grado
de ser prescrita. Así, en la Esparta antigua, la relación pederástica destinada a la iniciación individual del futuro joven guerrero, era impuesta
por ley (lo que la diferencia de la pederastia pedagógica, no obligatoria
aunque valorizada, que existía entre los Atenienses nobles; ver Gisella
Bleibtreu-Ehrenberg 1987, que cita los trabajos de Patzer).
También es el caso muy conocido de numerosos rituales de
iniciación masculina colectiva en Melanesia (ver por ejemplo G. H.
Herdt (ed.) 1984), donde las prácticas homosexuales, entre las cuales
la ingestión de esperma, presentan la peculiaridad no sólo de hacer
acceder al niño a la virilidad (separación del mundo de las mujeres,
lo que llevan a cabo todas las iniciaciones), sino de acabar de realizar
su masculinidad fisiológica. En este caso, no sólo es el componente
sexuado de la identidad masculina, sino también su componente sexual,
lo que debe ser fortalecido
15
, y por tanto elaborado. Para los baruya
de Nueva Guinea (Godelier 1982), « la leche de las mujeres nace del
esperma de los hombres » (el esperma del marido que ingieren, al
igual que los jóvenes iniciados ingieren el esperma de sus mayores
no-casados y no-padres).
15
Cubrir el cuerpo de esperma es también a veces una forma de reforzar a una persona,
hombre o mujer, que se encuentra en un estado de debilidad física o ritual.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu156
Se puede decir que en estas sociedades, la heterosexualidad
es vista como eminentemente peligrosa, el sexo masculino como
problemático, y el género masculino (la superioridad de los hombres), amenazado. Pero entre los baruya, existe aún la idea de una
complementariedad (asimétrica) de los sexos, al menos en la versión
exotérica, común a los hombres y a las mujeres, de los orígenes: Sol
y Luna representan en ella respectivamente los principios masculino y
femenino (mientras que en la versión esotérica, reservada a los hombres más iniciados, Luna es el hermano menor de Sol: « al cabo de la
operación, los poderes femeninos se vuelven masculinos, revestidos
de la ropa de sus amos »; Godelier 1982: 115). Mientras que entre
los gimi, podría decirse que el principio de la asímetría del género es
llevado a su lógica extrema, dado que únicamente queda un solo sexo
(encarnado en los hombres y las mujeres): « … para los gimi, solo hay
una única sustancia, el esperma, una única fuente, el pene, de los que
derivan las relaciones de parentesco. Esta entidad singular puede ser,
ya sea viva y movilizada hacía arriba como el líquido seminal, ya sea
« matada » y movilizada hacía abajo como la sangre menstrual, pero
ella es indivisible […] El simbolismo sexual de los gimi no supone
ninguna complementariedad » (Gillison 1986: 66).
Los hombres baruya practican la homosexualidad ritual iniciática; los hombres gimi, en cambio, realizan ceremonias secretas de
sangramientos rituales que simbolizan las menstruaciones (Gillison
1989) y que conjuran, de alguna manera, la femineidad. ¿Podríamos
emitir la hipótesis de que los gimi no « necesitan » ya completar su
masculinidad y su virilidad a través de la intermediación de los hombres, puesto que no solamente las mujeres son allí el instrumento de
la masculinidad
16
, sino que las mujeres son allí hombres?
No quedando ya sino el sexo masculino, y dos géneros perfectamente jerarquizados, la divergencia entre sexo y género es aquí
16
Con respecto a los ritos gimi, no se puede evitar evocar la frase de Lévi-Strauss
que compara canibalismo y travestismo ritual, aunque se refiera a otros contextos:
« Figurado en el ritual, el canibalismo traduce la manera en que los hombres conciben
a las mujeres, o más bien en que los hombres conciben la masculinidad a través de
las mujeres. En cambio, el « payasismo » clownisme ritual traduce la manera en
que los hombres se conciben a sí mismos como mujeres, es decir, intentan asimilar
la femineidad a su propia humanidad. » (1975: 353, las cursivas son mías.)
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu157
máxima. La transgresión del sexo por el género, es acabada. El gé-
nero ya no traduce el sexo como en el modo I. Aquí, la unicidad del
sexo traduce el carácter unívoco del género, punto de llegada lógico
y extremo de la asimetría.
Se podría entonces preguntar si los gimi no se acercan al modo
III de conceptualización de la relación entre sexo y género, que vamos
a abordar ahora, y para el cual el género construye el sexo… Me parece
que no, porque entre los gimi la aceptación de la primacía del género
(masculino) lleva a la negación del sexo (femenino). Mientras que en
el modo III, el rechazo de la jerarquía del género intenta elaborar una
nueva definición del sexo.
Modo III. Identidad « de sexo » (de clase de sexo)
Referencia principal: heterogeneidad del sexo y del género
La noción de género, referencia principal de la identidad
« sexuada » del modo II, no cuestiona la bipartición de las sociedades
en dos grupos de sexo, tema sobre el cual ella establece simplemente
« variaciones », más o menos simbólicas.
En el modo III de conceptualización de la relación entre
sexo y género, la bipartición del género es concebida como ajena a
la « realidad » biológica del sexo (que de hecho se vuelve cada vez
más compleja de delimitar), pero no, como lo veremos, a la eficiencia
de su definición ideológica. Y es precisamente la idea de esta heterogeneidad entre sexo y género (de su naturaleza diferente) que lleva a
pensar, ya no que la diferencia de sexos es « traducida » (modo I) o
« expresada » o « simbolizada » (modo II) a través del género, sino
que el género construye el sexo. Entre sexo y género, se establece
una correspondencia socio-lógica, y política. Se trata de una lógica
antinaturalista y de un análisis materialista de las relaciones sociales
de sexos.
A las nociones de « desigualdad » o de « jerarquía » entre los
sexos o de « dominancia » de los hombres —nociones estáticas– presentes en los modos I y II, se sustituyen en el modo III las de dominación, opresión y explotación —nociones dinámicas— de las mujeres
por los hombres. Y justamente, se plantea la pregunta sobre quienes (o
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu158
más bien qué) son estas « mujeres » y estos « hombres » que parecían
ser tan evidentes en el modo I y tan fluctuantes en el modo II…
Dado que no hay ser humano en un estado natural (lo que
después de todo es una idea vieja, curiosamente olvidada cuando se
habla de los « sexos » y sobre todo de las « mujeres »), y por otra
parte, observando que casi siempre existe una asimetría en el género
(incluso en las « transgresiones » que el género hace sufrir al sexo,
volveré sobre esto en la conclusión), pasamos entonces de la idea
de la diferencia a la idea de la diferenciación social de los sexos, de
construcción social de la diferencia. Y la atención se reorienta, en
las ciencias sociales, de la construcción cultural del género hacia la
construcción cultural del sexo, y en especial de la sexualidad
17
.
En lo que se refiere a las relaciones entre lo biológico y lo
social, se pueden considerar dos aspectos:
1. ¿En qué medida las sociedades usan la ideología de la definición
biológica del sexo para construir la « jerarquía » de género? —la cual
está basada a su vez sobre la opresión de un sexo por el otro.
2. ¿En qué medida las sociedades manipulan la realidad biológica del
sexo con el fin de obtener esta diferenciación social?
Claude Lévi-Strauss (cf. nota 8, supra), hablaba del establecimiento artificial, por medio de la división del trabajo, de una mutua
dependencia social y económica entre los sexos, que permite el matrimonio y la familia, de la cual subrayaba también que se trataba de una
« profunda reorganización » (cultural) de las condiciones biológicas
(naturales) de la reproducción.
Pero, como lo señala Paola Tabet (1985), hasta entonces sólo
se consideraban como otras intervenciones sociales, las limitaciones
eventuales (aborto, infanticidio, prohibición temporal de las relaciones
sexuales, etc.) que podían ser puestas a la fecundidad de las mujeres
y a la realización de sus capacidades « naturales ». En su artículo
17
Así como lo comprueban al menos los títulos de trabajos como los de Ortner &
Withehead (eds.) 1981, Tabet 1985 o Caplan (ed.) 1987, aunque los autores no tengan
la misma orientación teórica.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu159
intitulado « Fertilidad natural, reproducción forzada » (1985), Tabet
se dedica, por el contrario, a analizar los medios (en la mayoría de los
casos violentos) utilizados por las sociedades más diversas (desde las
sociedades de cazadores-recolectores hasta las sociedades agrícolas
y luego industriales) para maximizar las posibilidades biológicas.
Su demostración de las manipulaciones sociales de las condiciones
de reproducción de la especie humana (más bien infértil respecto a
otros mamíferos) permite poner en evidencia la construcción social
de la « diferencia » de los sexos por medio de la coacción sobre la
sexualidad, principalmente de las mujeres. Dada la disociación entre
la pulsión (y la orientación) sexual y los mecanismos hormonales de
la reproducción en las hembras humanas, esta coacción se ejerce en la
mayoría de las sociedades por medio de la imposición de la regularidad
del coito (principalmente en el marco del matrimonio) y por medio
de la transformación del organismo psicofísico de las mujeres, para
canalizar un deseo normalmente polimorfo hacia la heterosexualidad
—y especializarlas con fines reproductivos.
Desde hacía tiempo, la etnología había señalado la apropiación
por los hombres de las capacidades reproductivas femeninas —a través
del juego de las alianzas y del control de las mujeres. Estas nuevas
investigaciones demuestran que dichas capacidades reproductivas
están siendo además rentabilizadas en capacidades reproductoras.
Una vez establecida esta « domesticación » de la sexualidad
de las mujeres (según la expresión de P. Tabet), se vuelve difícil
considerar el sexo como un simple dato biológico « natural ». Rubin
(1975: 179) estimaba que « … en el nivel más general, la organización
social del sexo descansa en el género, la heterosexualidad obligatoria
y la coacción sobre la sexualidad de las mujeres ».
Numerosas autoras feministas (cf. entre otras Edholm, Harris
& Young 1977 y Mies 1983) han criticado a Marx y a la tradición
marxista por haber conservado un estatus de naturalidad a la división
del trabajo entre los sexos, y han llamado a analizar las relaciones
sociales de producción entre los sexos. Por su parte, Tabet (1985)
demuestra que se puede considerar la reproducción como un trabajo,
socialmente organizado, como cualquier trabajo, y analizar las relaciones sociales de reproducción entre los sexos bajo el mismo ángulo
que el análisis marxiano marxienne del trabajo —y entre otros, en
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu160
muchos casos, del trabajo explotado, en el que el trabajador (en este
caso la mujer) puede ser expropiado(a) del control y de la gestión
del instrumento de reproducción (su cuerpo), de las condiciones y de
los ritmos del trabajo (por ejemplo, sucesión de embarazos), y de la
cantidad y calidad (el sexo) del producto (el niño).
El término de « sexaje » ha sido propuesto por Colette Guillaumin (1978 a), en un análisis de las relaciones sociales de sexos en
las sociedades occidentales, para designar la relación social de clase
que se revela en la apropiación del cuerpo, del trabajo y del tiempo
del conjunto de las mujeres para el beneficio personal y social de los
hombres en su conjunto. Apropiación privada (legalizada por el matrimonio) pero también apropiación colectiva (real aunque « menos
visible » en nuestras sociedades que en otras) —con las contradicciones
que aparecen entre las dos. También mostró que esta relación social
de apropiación material en que las mujeres (así como los hombres y
las mujeres en ciertas formas de esclavitud) son tratadas como cosas,
presenta una « cara ideológica-discursiva » que es el discurso de la
Naturaleza, en el que la noción de cosa fusiona con la de Naturaleza (un
rasgo que ella considera propio del naturalismo moderno). « Teniendo
una existencia de objeto material, manipulable, el grupo apropiado
será ideológicamente materializado » (1978 b: 27). Dominantes y
dominadas son considerados(as) entonces como dos especies distintas
de las cuales una, las mujeres, pertenece sin mediación alguna a la
naturaleza (cf. también Mathieu 1973 y 1977).
El género, es decir la imposición de un heteromorfismo de los
comportamientos sociales, ya no es concebido entonces en el modo
III como el marcador simbólico de una diferencia natural, sino como
el operador de poder de un sexo sobre el otro —notándose aquí que,
siendo la clase de las mujeres ideológicamente (y materialmente)
definida en cualquier sociedad por su sexo anatómico, la clase de los
hombres lo es objetivamente por el suyo. (Volvemos a hallar aquí la
superposición entre sexo biológico y sexo social de la que hablábamos
al principio de este artículo, pero concebida como un hecho social, histórico, debido a la explotación material de las mujeres y a la ideología
opresiva del género, y (contrariamente al modo II) no necesariamente
« imprescindible » para la reproducción de las sociedades.)
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu161
Es por esto que se puede llamar identidad « de sexo » la
consciencia de clase que corresponde al modo III en los movimientos
de mujeres (tendencias feministas radicales y lesbianas políticas) y
en una parte de los movimientos de hombres creados en respuesta
al feminismo. Es una identidad de resistencia al género. En los movimientos de mujeres, esta consciencia de clase de sexo conlleva a
lo que llamo una « politización de la anatomía » (y que opongo a la
« anatomización de lo político » del modo II). La « mujer » ya no es
concebida como femelidad fémellité traducida en femineidad (modo
I), ni como femelidad elaborada en feminitud
18
, buena o mala según las
opiniones (modo II), sino que como una femelidad construida: como
hembra objetivamente apropiada e ideológicamente naturalizada.
Llevando a su extremo la lógica del análisis de Lévi-Strauss
sobre la división del trabajo (y calificándola de « teoría feminista
fallida », así como la teoría de Freud sobre la construcción de la femineidad), Rubin (1975: 178) veía en esta división « un tabú en contra
de la similitud entre hombres y mujeres, un tabú que divide los sexos
en dos categorías mutuamente exclusivas, un tabú que exacerba las
diferencias biológicas entre los sexos y así crea el género. La división
sexual del trabajo puede ser vista también como un tabú contra las
combinaciones sexuales que no comprenden al menos un hombre y
una mujer, prescribiendo así el matrimonio heterosexual. » En el fondo,
dice Rubin, « Lévi-Strauss se acerca peligrosamente a afirmar que la
heterosexualidad es un proceso instituido »… (p. 180).
Respecto a la autodefinición de los y las homosexuales, la
homosexualidad no es considerada ya como un accidente individual
(modo I), ni como una margen tan fundadora de identidad como la
norma y cuyo derecho a la existencia y a una cultura grupal habría que
reivindicar (modo II), sino que como una actitud política (consciente
o no) de lucha contra el género heterosexual y heterosocial que es la
base de la definición de las mujeres y de su opresión.
Una frase tipo es la definición dada en 1970 por las « Radi-
18
Femelidad, femineidad, feminitud… estos términos y otros (femineity, femelidad)
han sido usados y propuestos, con significados y aplicaciones a veces diferentes, por
otros autores (cf. en otros S. Ardener 1973 y K. Hastrup 1978; Descarries-Bélanger
& S. Roy 1988).
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu162
calesbians » de Nueva York: « Una lesbiana es la rabia de todas las
mujeres condensada hasta su punto de explosión ». « No se nace mujer,
se llega a serlo», había escrito Simone de Beauvoir. Las tendencias
más radicales de los movimientos lésbicos políticos rechazan a la
vez el término de « mujer » y el de « homosexual », porque ambos
se refieren a la bicategorización de género y de sexo, que es aquí
rehusada: « …« lesbiana » es el único concepto que conozca que va
más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre) porque el sujeto
designado (lesbiana) no es una mujer, ni económica, ni política, ni
ideológicamente », escribe Monique Wittig —definiendo la lesbiana
como un sujeto « tránsfugo de la clase de las mujeres », al igual que
los esclavos cimarrones lo fueron en su momento (1980 b: 83-84).
La autoconcepción de la homosexualidad en este modo III es
entonces la de una estrategia de resistencia. Por otro lado, el rechazo
de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres es visto por estas
tendencias, o bien como lógico y « preferible », o bien como lógico
e imperativo, porque estas relaciones son concebidas como una colaboración de clase (la « politización de la anatomía » que esto implica
es por tanto lo contrario de un naturalismo). Notemos finalmente que
la subversión del género se manifiesta aquí, en las parejas de mismo
sexo, a través de un repudio muy general a la bipartición en actitudes
y roles « masculinos » y « femeninos », característicos en cambio de
los modos I y II.
La consciencia de clase de sexo no parece limitarse a los
países occidentales. Ciertamente, en la mayoría de las sociedades
« tradicionales » (pero también en las nuestras), es la consciencia de
grupo sexuado que preside las rebeliones de mujeres en contra de su
condición (rebeliones la mayoría de las veces individuales) —y los
etnólogos tienen muy a menudo la ligereza de ignorar esta consciencia
dolorosa de las mujeres porque no la encuentran « eficaz », diríamos,
ya que no logra sobrepasar ni la alienación de la consciencia, ni el fatalismo, ni… la represión. Para un análisis de la consciencia dominada
de las mujeres y de sus interpretaciones por la etnología, cf. Mathieu
1985 a, pero también Tabet 1987, para ejemplos de algunas formas de
prostitución o más bien de « sexualidad contra compensación » como
intentos de afirmación de la mujer sujeto.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu163
Y ciertamente, la consciencia de grupo no cuestiona la bipartición del género y del sexo, y en esta medida nos podemos preguntar
si no impide la consciencia de clase. (En los países occidentales se
puede emitir la hipótesis de que es la conjunción entre una consciencia
de grupo de las mujeres (entre otros en los países anglosajones, cf.
nota 7, supra) y los valores individualistas (teóricamente aplicables a
cualquier sujeto, cualquiera que sea su sexo) lo que ha podido hacer
emerger una consciencia de clase en las mujeres, pasando de la vieja
noción de « guerra de los sexos » a la de lucha de los sexos.)
En todo caso, podemos mencionar ejemplos no-occidentales
de formas de consciencia de clase de sexo. Así, en China, el movimiento de resistencia al matrimonio, que ocurrió entre 1865 y 1935
(fecha de la invasión japonesa), en tres distritos del Pearl River Delta,
cerca de Cantón (cf. Marjorie Topley 1975 y Andrea Sankar 1986).
Este movimiento, espontáneo e inorganizado, implicó hasta cien mil
mujeres a principios del siglo XX. Se trataba de mujeres casi analfabetas, que trabajaban en la producción de la seda y que —habiendo
escogido no casarse— vivían en pequeñas comunidades llamadas
« asociaciones de las siete hermanas », en referencia a la constelación
de las Pléyades.
Mencionemos también la revuelta de las campesinas kono del
Este de Sierra Leone, en 1971. Según David M. Rosen (1983), quien la
distingue precisamente de la « guerra de las mujeres » igbo (presentada
en el modo II), parece que dicha revuelta fue dirigida no sólo contra las
autoridades, como la de las igbo, sino contra los hombres mismos —y
en la consciencia expresada de una competencia económica desigual
entre los sexos en que a lo largo de las fluctuaciones de la economía,
los hombres siempre se reservaban la mejor parte.
La protesta tuvo lugar después de la ceremonia anual de
iniciación de las jóvenes en la asociación secreta de las mujeres
(Sande) —que había sido precedida como de costumbre por los
desfiles y danzas de las mujeres y de sus hijas pequeñas, en que las
bailadoras exhiben plantas salvajes, símbolo ritual de las cualidades
femeninas de la asociación. El hecho (anormal) de que las mujeres
hayan comenzado de nuevo los desfiles inmediatamente después de la
iniciación es prueba de que la manifestación utilizaba la consciencia
sexuada del grupo de las mujeres (muy fuerte en esta sociedad, como
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu164
frecuentemente es el caso en Africa del Oeste), pero el simbolismo
utilizado en la reivindicación económica no fue (contrariamente a las
mujeres igbo) el tradicionalmente vinculado al grupo de las mujeres
(plantas salvajes de la selva), sino el de plantas cultivadas (las que
ellas cultivaban), objeto mismo de su reivindicación como clase de
productoras y de su cólera en contra de los hombres. (Mientras que
entre las igbo, fue usado un simbolismo habitual en las mujeres y en
las relaciones sociales entre los sexos).
Observamos aquí entonces una doble transgresión en relación
a la consciencia de grupo expresada en las ceremonias del ritual de iniciación: volver a comenzar los desfiles y las danzas que normalmente
sólo son preparatorios, y abandonar el simbolismo ritual. Transgresión
de las reglas rituales pero también de la representación « normal » de
la relación entre sexo y género femenino —cuyo grado de subversión
hacia el sistema se puede medir por el hecho de que algunas mujeres
amenazaron con abandonar la sociedad kono, « porque ya no había
espacio para las mujeres »… (Se ve así la diferencia con las igbo, que
expresaban el temor de no ser ya mujeres).
Conclusión
Género o sexo social?
Hemos tratado precedentemente las « transgresiones del sexo
por el género » y las « transgresiones del género por el sexo » de una
forma general. Pero cualesquiera que sean los modos de articulación
conceptual entre sexo y género, es casi siempre posible detectar un
funcionamiento asimétrico del género en función del sexo, incluso en
las trasgresiones aparentes.
Ya hemos mencionado algunas de estas asimetrías. Recordé-
moslas brevemente, agregándoles —a título de ejemplos entre muchos
otros posibles— algunos hechos aún no mencionados:
- Aunque la homosexualidad sea relativamente tolerada en los swahili
de Mombasa y no plantee problemas de género, existe una diferencia
según el sexo: las mujeres tienen que pasar por el matrimonio (sexualidad reproductiva) antes de formar una pareja homosexual, mientras
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu165
que los hombres no (sexualidad no reproductiva).
- Aunque las parejas de mujeres como las parejas de hombres esten
igualmente caracterizadas entre los swahili por una relación económica
de dependencia, la lesbiana « dominante » no sería admitida en las
asambleas de hombres, mientras que el homosexual « pasivo » lo es
entre las mujeres (Shepherd 1978).
- Aunque el transvestismo existe en los dos sexos entre los inuit, son
las primeras menstruaciones (reproducción) las que determinan el
regreso al sexo /género de origen para la niña, y al matar a la primera
caza (producción) para el niño.
- Aunque el transexualismo esté presente en el pensamiento inuit, es
sobre todo el sexo de los niños que se transforma al nacimiento. El
sexo de las niñas es por lo tanto « dado ».
- Aunque las y los transexuales estén íntimamente convencidas/os de
pertenecer al otro sexo, los psiquiatras ratifican el no-macho como
« mujer » y tratan la no-hembra como… hembra (mujer homosexual).
- Aunque la homosexualidad en ambos sexos sea considerada por
los mismos azande como un resultado de su forma de organizar el
matrimonio, es institucionalizada para los hombres y reprimida entre
las mujeres (quienes se encuentran todas insertas en el matrimonio
heterosexual).
- Aunque sea posible imaginar que los matrimonios entre mujeres puedan a veces incluir relaciones sexuales, los matrimonios entre hombres
permiten oficialmente el ejercicio de la sexualidad, los matrimonios
entre mujeres, el de la reproducción.
- Aunque existen formas de pasar de un género a otro para los dos sexos
en el fenómeno de los berdaches, las cualidades técnicas del hombremujer son a menudo consideradas como superiores a las de las mujeres
(comunes y corrientes), mientras que las de la mujer-hombre son rara
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu166
vez consideradas como superiores a las de los hombres ordinarios.
- Aunque el pasar de un género a otro les confiere a ambos sexos,
tanto entre las poblaciones donde hay berdaches como en los inuit,
una calificación para el chamanismo y talentos para curar, la extensión
y la calidad de las prestaciones parecen ser mayores para el hombre
que se ha vuelto mujer, que para la mujer que se ha vuelto hombre.
(Agreguemos que, aunque no haya ningún cambio de género, cuando
en una misma sociedad coexisten chamanes hombres y mujeres, los
primeros por lo general tienen un estatus y una calificación mayores;
cf. por ejemplo Godelier 1982).
- Aunque en los mohave, la mujer-hombre sea igualmente reconocida
en sus prerrogativas de esposo como el varón-mujer en sus deberes de
esposa, la condición de la berdache es más difícil. Le cuesta más hallar
a una esposa que al berdache hallar un esposo, es más común burlarse
de ella que del berdache (cuya violencia es temida, aunque sea considerado como una mujer), y sobre todo, « no se libra de la posibilidad
de ser violada » lo que en el caso analizado por Devereux, aconteció
cuando la berdache intentó pelear con un hombre para recuperar a su
esposa infiel así como lo hubiera hecho cualquier varón. (Según sus
propios términos, el violador le enseñó « lo que un verdadero pene
puede hacer ». Después de la violación, se volvió alcohólica y se volcó
hacía los hombres; Devereux 1937: 215.)
- Aunque en algunas ceremonias ocasionales y colectivas de travestimento (llamadas ritos de inversión), cada sexo deba supuestamente
caricaturizar el sexo opuesto, la caricaturización de las mujeres por
los hombres es mucho más fuerte y consciente que la de los hombres
por las mujeres (cf. por ejemplo Bateson 1986 1936 para los iatmul
de Nueva Guinea y Counihan 1985 para la Cerdeña moderna; también
se observa en la Grecia de hoy —comunicación personal de M. E.
Handman y de M. Xanthakou).
- Aunque los dos sexos tengan la obligación de entrar en el estado de
matrimonio, la sexualidad en sí, es decir, fuera de objetivos reproductivos, es prohibida a las mujeres y únicamente a las mujeres en nume-
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu167
rosas sociedades: prohibición de las relaciones sexuales después de
la menopausia, o después que uno(a) de sus hijos(as) haya procreado.
Las relaciones pre o extra-matrimoniales son más frecuentemente o
durante más tiempo autorizadas para los hombres que para las mujeres,
y a ellas se las casa más jóvenes. Finalmente, la poliandria (de hecho
poco frecuente) es la mayoría de las veces diacrónica, mientras que
la poliginia es generalmente sincrónica.
- Aunque en teoría, la división del trabajo entre los sexos pueda ser
considerada, tal como lo señala Lévi-Strauss, como la prohibición
para cada sexo de realizar las tareas del otro, se ha podido demostrar
que de hecho, no existen actividades propiamente femeninas (Tabet
1979). En cambio, en cada sociedad, ciertas tareas están prohibidas
para las mujeres, y esto según el grado de tecnicidad de las herramientas, reservándose los hombres las posibilidades de control de los
medios de producción claves y de los medios de defensa (de allí su
poder sobre la organización simbólica y política).
Bernard Saladin d’Anglure (1985: 155-156), a la vez que
reconoce la utilidad de mis primeras proposiciones en cuanto a una
definición sociológica del sexo (Mathieu 1971), me reprocha no haber
visto sino dos categorías de sexos en el pensamiento de nuestras sociedades: « … al hacerlo así, “aprisiona” las categorías de sexo de la
misma forma en que reprocha a los hombres de aprisionar a las mujeres
(cf. N.-C. Mathieu 1985) »
19
. De manera más general, le reprocha a la
19
Además de ser un proceso divertido (porque ni yo, ni otros desconocíamos la
existencia en las sociedades occidentales de teorías del « tercer sexo » homosexual
o de la androginia —ni tampoco el trabajo realizado sobre « Sarrasine » de Balzac
por Roland Barthes, el cual, de hecho, menciono), el pleito está sobre todo desfasado
históricamente. De hecho, se trataba en la época (1971 y no 1977 como se menciona
en el artículo de Saladin) de hacer entrar en el análisis al lado de los hombres, las
mujeres en cuanto categoría social y no biológica y de hacerlas acceder a la definición
sociológica a la que sólo los hombres tenían derecho. (Y si la idea « triunfó »
hasta el punto de parecer trivial, falta mucho que resolver en cuanto a la cuestión
epistemológica de la invisibilización de las mujeres en el discurso común, tanto
como en el discurso « científico », cf. Michard-Marchal & Ribery 1982 y Mathieu
1985 b). Dicho de otro modo, se trataba, paradójicamente, de hacer primero advenir
la bi-categorización desde un punto de vista metodológico: de hacer entender la
determinación recíproca de las dos categorías sociales, que era (y sigue siendo a
menudo) ocultada en los análisis, a pesar de que funciona en los hechos.
¿ Identidad sexual/sexuada/de sexo? Nicole Claude Mathieu168
nueva antropología de los sexos y a las corrientes « feministas » (¿pero
a cuáles?) quedarse en un pensamiento dualista que resulta, según él,
en la ocultación, el « aprisionamiento del tercer-sexo » —tercer sexo
cuya existencia e importancia estructural él mismo explora.
Lo que interesa a Saladin es encontrar un tercer sexo reconciliador. Lo que me interesa a mí, es poder develar bajo las apariencias
« terceras », los avatares de la opresión de sexo. Al interesarme aquí
por los modos de conceptualización de la relación entre sexo y género,
espero haber mostrado: (1) varias modalidades según las cuales las
sociedades (y no yo) pueden « aprisionar » a los tercer sexos/géneros
con el fin de que no subviertan, e incluso de que confirmen (al igual
que las teorías de la androginia) la eficiencia social de la bi-categorización ; (2) que dicha bicategorización funciona generalmente en
detrimento del sexo social « mujer ».
Entiendo por sexo social a la vez la definición ideológica que
es dada del sexo, particularmente del de las mujeres (lo que puede
recubrir el término « género ») y los aspectos materiales de la organización social que utilizan (y también transforman) la bipartición
anatómica y fisiológica.
El sexo —en sus aspectos de idea idéels ; para retomar
una expresión de M. Godelier, así como en sus aspectos materiales— funciona efectivamente como un parámetro en la variabilidad
de las relaciones sociales concretas y de las elaboraciones simbólicas
—lo que la actual tendencia (en particular en los Women’s Studies
anglosajones) a utilizar exclusivamente y a cada paso el término de
« género » tiende a ocultar, haciéndole perder parte del valor heurístico
que le habíamos querido dar. Ahora se escucha hablar de « relaciones
sociales de producción de género » (gender relations of production),
pero a pesar del traspaso de género e incluso de sexo, estas relaciones
de producción consisten en la explotación de las mujeres. Sin duda
existen géneros « hombre-mujer », pero en la base y en el peldaño
más bajo de la escala de los géneros, lo que efectivamente hay son
hembras: sexo social « mujer ».
Traducido del francés (Francia) por Jules Falquet
Revisado por Fabiola Calle169
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Sexual, Sexed and Sex-Class Identities:
Three Ways of Conceptualising the
Relationship Between Sex and Gender
Nicole-Claude Mathieu1
This contribution began as a paper to the 10th World Congress of Sociology in
1982. The general theme was ‘Sociological Theory and Social Practice’. In
reaction to what appeared an implicit presupposition of the title (that social actors
do not have a theory of their own practice—but that happily sociology is there to
provide one), my paper was entitled The conceptualisation of sex in social science
practice and women’s movement theories’.2
At the time, only the women’s movements and certain sections of the gay male
movements had, in fact, furnished any sociological theorisation of the concept of
sex—through their political questioning of relationships between the sexes, and
hence of current notions of ‘man’ and ‘woman’. Such ideas certainly did not exist,
or at least were not explicit, in 1970s social sciences (see, Mathieu, 1971, 1973
and 1977).
The concept of sex involves the mental organisation of ideas (representations,
myths, utopias, etc: ‘thought’ sex) and practices (social relations between the
sexes: ‘acted’ sex), which are often contradictory. Whether the contradictions are
emphasised or hidden, certain logics are set in place which this article will try to
encompass.
The ambiguity of the idea of sex, as manifest in commonsense, social science
and women’s movements’ analyses, comes mainly from a required overlying of
biological and social sex, at least in western societies. This is as central to the
political polemics of feminist analyses and strategies as to the omissions and
distortions of ‘scientific’ analysis.
We therefore need to be aware of the type of problematic in which we are
situated when we talk of relations between men and women, and especially when
we use vague expressions like: ‘as a woman/as women…’. This issue is
particularly acute in political movements, which is why it was attempts by various
feminist and lesbian tendencies to define the term ‘women’ that provided the basis
on which I developed a provisional scheme of three main ways of conceptualising
sex. I wanted to develop this grid so that it could also apply to social science
analyses and to the social actors we ‘study’, including those in other societies—
especially where there is an official acknowledgment of a divergence between
biological sex and social sex.
Sex is often thought to arise from ‘biology’, unlike gender, which is seen as
‘social’. Various non-western societies, and marginal phenomena within our own
societies, are interesting, however, in that they show that neither the definitions
of sex and gender, nor the boundaries between sexes and between genders, are so
clear. The renewed interest in gender in the field of symbolic anthropology, which
followed a feminist impetus to which I contributed (with the notion of social sex)
during the 1970s, has become more and more concerned with the so-called ‘third
sex’ or ‘third gender’. Some authors (for example, Saladin d’Anglure, 1985) have
tried to theorise such phenomena from the point of view of the ways in which they
are alike (as counterdemonstrations to the binary thinking that contrasts men and
women); but I have investigated the ways in which they differ as regards the
articulation between sex and gender, and how they themselves often revert to
systems of bicategoral thinking.
My concern was thus:
— to study anthropological accounts of various striking examples of conformity
and transgression between conceptions of sex and conceptions of gender, and
to try to construct a classification;3 and
— also to see if and how such a classification could broaden the scope of the
scheme I had previously developed for western societies, based upon different
meanings underlying the concept of ‘woman’.
This involved considering (both representational and behavioural) phenomena at
various levels:
— the (more or less diffuse) norms of whole societies, focusing on the ways in
which what each considered inappropriate was defined and ‘resolved’;
— institutionalised forms of (permanent or occasional) ‘deviance’, to see if these
were simply bendings, or on the contrary the quintessence, of the norm; and
— the self-definition of groups or individuals considered deviant or marginal,
asking if this self-definition was a solution to a sense of being inappropriate
which conformed to the norms or which subverted them.
The play of congruence and incongruence (between norm and marginality, and
between sex and gender) was, thus, the focal point of the analysis—alongside the
play of asymmetry and symmetry between the sexes in some of the phenomena
studied.
This led me to distinguish three main ways of thinking about the relationship
between sex and gender. In each we can distinguish simultaneously:
— a problematic of personal identity in relation to the sexed body and sexuality,
but also in relation to the status of the person in the social organization of ‘sex’;
— a strategy of relations between the sexes;
44 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
— an understanding of the relationship between biological sex and social sex (or
between sex and gender); and
— a definition of the relationship between hetero-and homosexuality, in other
words, the relationship between sex, gender and sexuality.
Using a convenient, though simplifying, shorthand, and starting from the
problematic of personal identity to which each of these ways of thinking refers, I
have called them:
• Mode I: ‘sexual’ identity, based on an individualistic consciousness of sex;
where sex and gender are homologically connected: here gender translates sex.
• Mode II: ‘sexed’ identity, based on a sex group consciousness; where sex and
gender are analogically connected: here gender symbolises sex (and,
conversely, sex symbolises gender).
• Mode III: ‘sex-class’ identity, based on a sex class consciousness; where sex
and gender are socio-logically connected: here gender constructs sex.
Note:
— Each of these three types of ‘logic’ can be an expression of either the norms of
a society or a particular group, or it can derive from marginal or ‘oppositional’
individuals or groups.
— For any given society, group or individual, elements (for example, ‘man’ and
‘woman’) or phenomena (for example, ‘homosexuality’ and ‘heterosexuality’),
which might seem to be intrinsically linked, may not necessarily fall within the
same way of thinking.
— Conversely, apparently contradictory ‘opinions’ or behaviours can belong to a
single rnode.
— The order in which these types are listed does not necessarily correspond to a
linear historical evolution (particularly so far as the western women’s
movement is concerned).
Mode I:
‘Sexual’ Identity—Principle Referent: Sex
The first way of conceptualising sex is based in a problematic which I call ‘sexual’
identity—based on individualistic consciousness of the psycho-sociological
experience of biological sex. It is the perspective which is most common in western
societies. Take, for instance, the following sentence from a ‘lonely hearts’ column:
‘Why aren’t things working out with my boy-friend? I still have everything
necessary to be a woman…’ in this context, periods, hence procreative capacity).
Here ‘a woman’ is simply someone of the female sex.
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 45
In this problematic, personal psycho-social traits should fit with biological traits
(and there are problems if they do not). Biological sex is seen as given, or to be
determined.
The referent is thus an absolute sex bipartition, which is both natural and social
simultaneously. Masculine corresponds (or should correspond) to maleness, and
feminine to femaleness. The model is the western conception of heterosexuality
as an expression of Nature (or in other societies, of an order of the world which
has been fixed).
In the social relations which correspond to this perspective, a strategy of
femininity is imposed on women, and that of masculinity taught to men.
Gender translates sex: a homologic connection is established between them.
‘The’ sex difference is seen as the basis of personal identity, the social order, and
the symbolic order.
In the social sciences, most psychology and psychoanalysis is still located in
this mode of thought.
Definitions and Resolutions of Incongruencies
In this ‘naturalist’ perspective, homosexuality is judged to be an anomaly or a
perversion—a judgment shared by many homosexuals themselves (either prior to,
or among those who remain outside recent political movements). In addition, one
of the defensive arguments some homosexuals put forward to assume their
‘deviance’—that homosexuality also exists in nature, i.e. among animals—shares
the same logic.
The contradiction homosexuality represents within this first perspective is
resolved at the level of definition in a way that might seem paradoxical:
1 On the one hand, each term in the partners’ relationship continues to be
defined by biology. Hence the simple definition: a homosexual couple=1
woman+1 woman, or 1 man+1 man. Hence also, paradoxically, the selfdefinition
given by some homosexuals: ‘I sleep with (love, etc.) a woman,
but it could equally be a man’.4
(To present the choice of partner as a question of an individual whose sex
is contingent (it could be one or the other) seems to me very different from
the claim of bisexuality, where the formula is rather ‘I love both men and
women’: one and the other. The latter thinking belongs to mode II.)
2 On the other hand, although the homosexual relationship is defined in
biological terms, the bipartition of the basic heterosexual model must be
recovered at the psycho-social level. Hence the current idea—sometimes
acted out—that in a homosexual couple there will be a ‘masculine’ woman
or a ‘feminine’ man. Only one of the pair is really considered homosexual
and deviant: the one who does not (or is presumed not to) have the ‘role’, or
the ‘psychology’, or the sexual behaviour (for example, in the ‘active/passive’
oppositional hierarchy), in other words, the gender of their sex.
46 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
Here we can see that sexual behaviour is an integral part, not of gender, but of sex
differentiation, a differentiation which the gender assigned to one of the two
homosexuals translates only after a fashion (sic).
However, this difficulty can be cancelled out. For instance, among the Swahili
Muslims of Mombasa (Kenya), sex so strongly determines gender that both
partners in a homosexual couple are considered feminine if they are women (and
behave in a feminine way), and masculine if they are men (according to Shepherd,
1987). (Young male homosexuals have at most slightly feminine mannerisms, but
only in private and mainly in the company of women; moreover, they are the only
men outside the family admitted near women in this very sex-segregated society.)
But if sex and gender are totally appropriate here—if, for instance, gender is not
differentiated in a homosexual couple—it is because bipartition is taken back to
another level, based on another value: the hierarchy of rank. Male and female
homosexuality is relatively well tolerated—provided couples are based on an
opposition of richer/poorer or older/younger. According to Shepherd, rank
surpasses gender. Nonetheless, it should be noted that the procreative heterosexual
model is still fundamental, and more pregnant (literally) for women, since, unlike
young men, no woman can become homosexual until after she has been married.
In this logic where gender bipartition fits sex bipartition, and primacy is given
to sexual identity—a logic which could be called ‘sexualist’—gender is normally
adapted to sex.
It is sometimes, paradoxieally, necessary to do the opposite: to adapt sex to
gender, to bend biology (or at least anatomy) to psychic experience, or to the
cultural norm. This happens with transsexuals in modern societies. They mostly
reject with horror being considered homosexual, and want to reach a ‘true’
heterosexuality by modifying their sex. The stress most of them put on becoming
‘normaT is generally coupled with a traditional view of gender roles (the division
of tasks, deportment, etc.) and ‘phallogocentrism’ (Runte, 1988). Like society as
a whole, transsexuals reject what they consider to be the ‘caricature’ of the opposite
sex presented by some homosexuals, and confuse homosexuals and transvestites5
(travestis: cross-dressers) with equal contempt—as Annette Runte stresses in her
analysis of three autobiographies by female-to-male transsexuals:
Those women in suits, those sad caricatures of men, those…those
travestites…they are ridiculous, grotesque…It’s aberrant! Insane!…I am
not a lesbian…I am a man! (Daniel Van Oosterwyck, quoted in Runte, 1987
and 1988).
(We shall see that ‘caricature’, the exaggeration of gender traits, is specific to
travestism, typical of mode II.)
The difficult border-line between lesbianism and female transsexualism’, as
Runte puts it (1987)—the boundary to which female-to-male transsexuals lay
claim—is, however, somehow denied by scientists (doctors and psychiatrists), as
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 47
has been shown by Ines Orobio de Castro (1987) in her article on the asymmetric
way in which transsexualism is perceived theoretically and treated in practice
depending on whether the subject wants to become a man or a woman. Once a
diagnosis of homosexuality has been eliminated, a male-tofemale transsexual is
considered to have the gender identity of a genuine ‘woman’. But a female-tomale
transsexual is considered primarily a ‘masculine’ homosexual woman rather
than a man. It seems women cannot be conceived to be ‘really’ masculine.
According to the author, the reason for this asymmetric attitude is not so much
that it is more acceptable to see someone adopt the (inferior) status of a woman
than the (superior) status of a man, as that there is a ‘difference in evaluating the
relation between sexual disposition and one’s biological sex: a man’s sexual
practice passive being crucial to his maleness and a woman’s body to
her femaleness’ (p. 213, stress in original). As noted above, in this mode, sexual
behaviour is part of the definition of sex. At least men-to-women transsexuals and
men psychiatrists agree on this point.
My interpretation, not inconsistent with that of Orobio de Castro, is that in the
sexualist perspective of western societies, the sex of women is, above all, a ‘nosex
male’. In fact, a woman does not have any sex, she is a ‘not-male’. A man
without a penis is thus necessarily a woman, even though the artificial sex
constructed is not a female sex. However, a woman without a vulva or vagina
cannot be a man, because the artificial penis is not a male sex.
Whatever modern transsexuals may think, certain forms of ‘travestism’ and
transvestism are ways of dressing a sex modification (and not just a gender
modification, as in mode II)—as can be seen from the hijras of India and the Inuit
(Eskimos).
Hijras are eunuch-transvestites consecrated to a female deity. They certainly
seem to belong in the ‘sexualist’ mode, because this is the very reason they are
castrated. Perceived as neither men nor women, and above all as nonmales, the
cultural ideal (the religious norm) is that they should not only be asexed but
asexual (this being tied also to a general, albeit ambiguous, valuation of ascetism
and sexual abstinence in the culture). The individual homosexual practice of many
of them is consequently seen as contradictory to their ritual role. (Moreover, the
term ‘hijra’ is not the one used to describe a homosexual or effeminate man.) Being
non-male (because they are castrated, because they are consecrated to a Mother
goddess) and ‘travestised’ as women, they call themselves ‘the wife’ of their
regular partner, their ‘husband’, and insist that the men with whom they have
relations as prostitutes are not homosexuals, according to information given by
Nanda (1986). (Note that Nanda presents the ‘travestism’ of the hijras as a
‘caricature’. However, from the various photos in the book, they could be taken
for women.)
One phenomenon of the ‘third sex’ that also seems to fit ‘sexualist’ ideology
(unlike other forms of transvestism, such as that of the berdaches discussed in
mode II), is that of the Inuit/Eskimos (according to accounts by Dufour, 1977; and
Saladin d’Anglure, 1985, 1986).
48 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
Among the Inuit, as in most societies, biological sex determines gender, but
biological sex is also problematic in a way close to that felt by modern
transsexuals. For the Inuit, however, the problematic aspect is not something
experienced by isolated individuals: it is tied to the very definition of social being.
One or more people re-live in each individual, and she or he receives their name
from them and their place in the kinship system. Now, whereas names do not have
a gender (they can be applied equally to either sex), they have a sex: that of the
eponym (the living or more often dead person, held to have given their name to
the child).
Therefore, a contradiction often arises between the sex of the eponym and that
of the baby. There are two solutions (which involved 2 per cent and 20 per cent
respectively of the population studied by Saladin d’Anglure, 1986). There is either
a sort of transsexualism: some children are said to have changed sex at the moment
of birth. These are the sipiniq, whom Rose Dufour noted are mainly ‘a boy foetus
which changed into a girl at birth’ (op. cit., 1977, p. 65). (This brings her
informants, who say ‘the opposite, a girl transformed into a boy, does not exist’,
into a singular harmony with western psychiatrists.) Or there are various degrees
and diverse forms of transvestism, the varying degrees being explained by the fact
that one can have several eponyms of different sex. Here a child is dressed and
brought up in the gender that conforms to the sex of the eponym, or chosen by the
eponym.
I think we have here a transgression of gender (of the ‘normal’ gender of the
child, i.e. that which would conform to its sex) by sex (of the eponym).
However, at puberty, the transvestite Inuit children, who have been to varying
degrees classified as belonging to the opposite sex/gender, take (and learn) the
activities and behaviour of their biological sex/gender, with a view to marriage
and procreation. Hence there is a reversion, which appears as a second
transgression of gender (here of the eponym and hence the child) by sex (of the
adolescent).
Here, the primacy of the hetero-sexual system in the sexualist logic of mode I
is particularly manifest. This distinguishes it from the more ‘heterosocial’ logic
of mode II.
Mode II:
‘Sexed’ Identity—Principle Referent: Gender
A second way of conceptualising sex is linked to a problematic which I call sexed
identity—the past participle marking a recognition of an action, an elaboration,
by the social on the biological: the idea of a division—a cutting, a section (sexion)
—of the category of sex into two social sex categories.
Here, people do not situate themselves only individually in relation to their
biological sex; personal identity is also strongly linked to a form of group
consciousness. Sex is no longer experienced, as in mode I, only as an individual
anatomical destiny to be carried out through the appropriate gender identity.
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 49
Rather, gender is experienced as a collective way of life. There is here an
awareness that social behaviours are imposed on people on the basis of their
biological sex (as one of the ‘group of men’ or ‘group of women’).
Gender symbolises sex (and sometimes the other way around). An analogy is
established between them.
True, the two social groups are still thought of as figured on a biological model,
but there is more concern with how the biological difference between the sexes is
socially expressed, i.e. with the cultural elaboration of difference. This
problematic involves a social and cultural complementarity of the sexes, whether
this is conceived as harmonic (as ‘equality in difference’) or dissonant (as implying
more or less unavoidable ‘sex antagonism’); and with variations from one society
to another, and by class, historical period, etc.
This is the main problematic found in the social sciences: in social psychology,
sociology and anthropology, in work on relations ‘between’ the sexes, on ‘sex
roles’ (up-dated as ‘gender’ roles—to which we shall return) and in more recent
work on the construction of gender.
As far as women’s consciousness and strategies of relations between the sexes
are concerned, what is at issue is femininitude and virility, which means that
femininity and masculinity are seen as having to be accomplished, perfected, or
revealed. These strategies are just as much imposed as femininity/masculinity in
mode I, but here refer to a group culture, whether this one is valued or challenged.
This way of thinking is expressed by various tendencies in the women’s
movement, including ‘cultural feminism’ and ‘cultural lesbianism’. They oppose,
in a way, the social order elaborated on the biological order, but their referent
remains biological bipartition. According to cultural feminists, the problem is
women not being recognised and valued enough, but ‘feminine culture’ itself
appears to derive from some sort of essence. Typical statements include: ‘Woman
has still to become’ or The future is female’ or ‘Our culture is beyond the social’.
Cultural lesbianism, which values lesbian culture as women’s self-identification
apart from male definitions, produces such statements as: The lesbian is the most
woman of women.’
It is thus possible, within sexed identity, to be politically aware that the two sex
groups are inequitably socialised, but to combine this with a tendency to (what I
call) anatomise the political (as opposed to the ‘politicising of anatomy’ found in
mode III).
Some English-speaking ‘socialist feminists’ or ‘marxist feminists’ (and the
French so-called ‘social class struggle’ tendency) can be situated in this way of
thinking. They believe the injustice of the relative statuses of men and women
needs to be corrected, sex roles equalised, their content eventually improved, and
‘mentalities’ changed, but without injuring the solidarity between men and women
they deem necessary for ‘global’ (i.e. anti-capitalist, nationalist, etc.) struggles.
Their terminology is revealing: they speak of women’s struggle or issues, rather
than of struggle or conflict between the sexes. The same logic also produces
attempts (albeit by different tendencies) either to unveil the ‘real’ powers of
50 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
women, which have been overlaid by male (or western) science, or to seek out
mother-goddesses and a supposed original matriarchy: to re-discover and re-value
women or Woman.
The concern is somehow to improve both men’s and women’s cultures or to
make them equally visible, but it is assumed there will still be two sexes and two
genders.
Mode II also applies to most of the so-called traditional societies studied by
anthropologists, where there are rituals allowing individuals to think of themselves
as ‘a woman within the group of women’ or ‘a man within the group of men’ (apart
from their membership of other groups, such as ageclasses, etc., which is also
ritualised). In addition to rituals, many societies do have women’s associations
(for example, in West Africa), which administer women’s lives, including their
relations with men as a group. And in almost all societies there are meetings or
places from which women are excluded and which are strictly reserved for men.
In western societies, such a bipartition into sex groups exists in rural communities,
and in the urban milieu has led to such institutions as the English men’s clubs and
women’s associations.6
Strict segregation of the sexes may also give rise to non-institutional forms of
solidarity among women, such as a protective solidarity against men among the
Mundurucu of the Brazilian Amazon. In this matrilocal but patrilineal society, no
woman can leave the village alone without risk of rape (see, Murphy and Murphy,
1974). More generally, solidarity among women for economic and emotional
survival exists in many societies (see, Caplan and Bujra, 1978).
In Africa there have been ‘women’s’ riots based on a strong tradition of
women’s associations (the most famous being that of thousands of Igbo and Ibibio
women in Nigeria in 1929, where about 50 women were killed and as many
wounded by British bullets). But these revolts pose a problem of definition. Some
writers have described them as feminist, in the sense that the women were
defending their interests, notably their economic interests. (They thought they
were going to be taxed for their economic activity by the colonial administration
that had previously only taxed men.) But for our present purpose, what is
interesting is that, in their demonstrations against the authorities, women used
obscene sexual symbolism, the very symbolism they traditionally, and
collectively, used to punish any man who insulted a woman (and thereby all
women).7 We thus have a politico-economic demand based on a sexed group
consciousness whose mode of expression refers to an identity ‘as women’:
according to the women, they did not want to become ‘as men’ and feared that
their children would die. Caroline Ifeka-Moller (1975) says that their putting
forward their identity as reproducers (and not producers) shows the stability of an
ideology that defines women by their procreative function in a male-dominated
society. Women had gained some economic wealth in the area since the 1880s,
but this had not eroded the political and economic control of men—which was
reinforced by the colonisers and the world commercial crisis.
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 51
It seems clear that this kind of revolt, which moreover was supported by the
men, ratifies the hierarchical complementarity of the sexes/genders. In this case,
sex is being used as a symbol of gender status.
In this second perspective, the fit between the biological and the social (i.e. the
model of hetero-social difference) is thought of, not as ‘natural’ or founded in
some order of the world (as it is in perspective I), but rather as necessary if society
is to function. It could be said to be a pragmatic perspective, in contrast to the
idealist perspective of mode I.
The bipartition of gender is thus symbolic of Culture rather than an expression
of Nature (see Levi-Strauss on the artificial character of the family and the sexual
division of labour8), and it can, therefore, admit greater flexibility of behaviour.
This is why I place here homosexuality self-defined by ‘way of life’ and sexual
preference as a possible base for identity—as well as the assertion of a bisexual
choice.
Definitions and Resolutions of Incongruencies
Instead of the management of convergence between sex and gender which seems
characteristic of mode I (‘transgressions of gender by sex’ such as modern
transsexualism, hijras’s emasculation in India, transformist transvestism among
the Inuit—or the denial of homosexuality as a ‘gender’ problem among the
Swahili), in mode II we find the management of divergence between sex and
gender, notably through what could be called transgressions of sex by gender.
1 At the individual level, travestites in modern western societies adopt more or
less regularly the gender they desire (that of the opposite sex) without
modifying their sexual identity (without contesting their anatomical sex).
Unlike the majority of transsexuals, men dressed as women are often
homosexual, and their sexed identity is defined in relation to the gay
homosexual community—despite the contempt, if not rejection, they may
suffer there, and the inferior status accorded them. See, for instance, the
American female impersonators studied by Esther Newton (1979).
The importance of homosexuality as a group culture founding sexed
identity, and the predominance of gender over sex in this way of thinking,
are also paradoxically illustrated by the case of a man dressed as a woman
and calling himself a ‘lesbian man’ who tried to get himself accepted by a
group of lesbians and refused to join male homosexuals in gay
demonstrations.9
If (non-transformist) travestism seems typical of mode II, and
transsexualism of mode I, there are, nonetheless, (rare) instances of
individuals who say they are transsexuals, but who, instead of seeking a
convergence between sex and gender, play on divergence and also on
‘homosexuality’ (in their sense) to confirm a sex/gender status. For instance,
a woman-to-man transsexual, Marie-Aude Murail, makes no allusion to any
52 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
sort of surgery in her/his fictionalised autobiography Passage, but instead
gives a self-description as ‘an effeminate man’, ‘a chopped male’ (see Runte,
1987 and 1988). As Runte says, ‘In her imagination, she equals a “eunuch”
and thus adopts the widespread vision of “woman” as a “deficient” man’
(Runte, 1987, p.221). (On women as non-males, see the views of psychiatrists
on female-to-male transsexuals above; and on nonmales as women, see the
hijras.)
But—and it is this which classifies MuraiPs case in mode II—to confirm
sex identity as a ‘man’, s/he tried (unsuccessfully) to integrate into the world
of male homosexuals (notably by having sexual relations with them). S/he
describes her/himself as ‘a guy with breasts who sleeps with homos’. Because
they love men, s/he is therefore a man. A same-sex relationship was needed
to affirm sex and gender. (Whereas in mode I thinking, one must have
contrasting sexes: a woman-to-man wants a woman as partner, and therefore
should have surgery.)
For Murail, knowing that s/he is still physically a woman, but thinking of
her/himself as a male homosexual, there is no longer any need to fear the label
of lesbian as a caricature of a man. The incongruence of sex and gender was
managed so well by the principle of sameness that s/he went so far as to assert:
‘I am a lesbian, I love faggots.’ Runte is right to say that Murail naturalises
neither sex nor gender, and speaks of this statement as a paradox (Runte,
1987). For me, the paradox can be explained as follows: if we speak in terms
of sex, which is the most important in transsexualism, Murail is a
(homosexual) man; if we speak in terms of gender, Murail agrees to be a
(woman) homosexual.
Finally, there is a parallel case of a man-to-woman transsexual (a
hermaphrodite who was declared male as a child and subsequently, not very
effectively, treated with male hormones) whose breasts were removed and
who defined him/herself as ‘a lesbian woman’. He/she sought identity as a
woman in a lesbian group (dressed as a man, but addressed in the feminine),
feeling (I quote) ‘even more a woman when in love with a woman’. (Here,
we again find the idea expressed that ‘the lesbian is the most woman of
women’.)
2 Transgressions of sex by gender are also expressed through various
institutional solutions to the incongruence between sex and gender.
Take, for example, the marriages between men that used officially to exist in the
Azande kingdoms of southern Sudan prior to colonisation (see, EvansPritchard,
1970). In this hierarchical society, the court bachelor warriors could take boys as
wives, provided, as in all marriages, they gave bride-wealth to, and performed
services for, the parents of the young man. The boy was ‘the wife’ of ‘the husband’
and carried out the agricultural, domestic and sexual tasks of a wife for him. This
institution was explained by the Azande as due to a’lack of women’ (many men
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 53
married very late because of polygyny). Moreover, if the warrior proved a good
son-in-law, the parents of the young male-wife might later propose one of their
daughters in his place. The young man could, in his turn, take a boy as a spouse
while awaiting a wife.
However, sexual relations between women (which were also attributed to large
scale polygyny with seclusion of women and the violent repression of adultery)
were strongly disapproved of by men, because
once a woman has started homosexual intercourse she is likely to continue
it because she is then her own master and may have gratification when she
pleases and not just when a man cares to give it to her (Evans-Pritchard,
1970, p. 1432).
According to the ethnographer’s informants, it seems women disguised such
relations under the form of loving friendships (with a small ritual similar to the
rites of blood-brotherhood between men), but for this they had to have their
husbands’ permission. It seems also that they adopted the behaviour of husband
and wife (for example, the ‘husband’ could hit the ‘wife’) and used penis-shaped
fruits and vegetables (but, it is also noted, they interchanged roles in the sex act).
Here, both forms of homosexual relations can be attributed to marked
segregation between the sexes (with the men’s group opposed to the women’s
group), but male homosexuality, which was encouraged, simply reproduced the
system of male domination over women, while female homosexuality was
perceived as a threat to men’s control of women.
Marriage between men among the Azande thus shows perfectly that inversion
of sex is not necessarily a subversion of gender. It corresponds to the primacy of
heterosocial gender (i.e. a hierarchical differentiation and bipartition of tasks and
functions in the division of labour, sexual labour included).
This is confirmed when we turn to marriages between women, an institution
that has been reported in about 30 African societies, including some of the present
day. Unlike marriages between men, those between women do not seem to imply
homosexual relations, at least not in a recognised and official way. Rather what
is at issue, with women, is procreation. It is generally a case of society’s adapting
to assure the continuity of an agnatic lineage in the absence of a (dead or nonexistent)
male. A woman will pay the bridewealth to become what the literature
calls the ‘female husband’ of another woman. The latter produces children with
a man who is only their genitor and who has no rights over them. The rights belong
either to the lineage of the father of the female husband (i.e. to her lineage), or to
the lineage of her own husband.
Within the great diversity of existing arrangements,10 O’Brien (1977) has
nonetheless distinguished two types of female husbands: the first involves a
woman substituting for a man (for a father or brother, in which case the woman
is generally acknowledged as the ‘father’ of the child; or for a husband or son,
these being more likely to be declared the ‘father’); and the second in which women
54 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
act on their own account, are more ‘autonomous’, and then often closer to being
social men. The latter type is linked to it being possible for women to manipulate
wealth and/or attain important social and political positions in certain societies.
To become a ‘husband’ can thus be a means for a woman to express or acquire
a better status (which was certainly not the case for the Azande boywives—but
they were ‘women’ only temporarily). In the only study which has really been
interested in the views of the women wives of the female husbands, recently carried
out among the Nandi of western Kenya (Oboler, 1980), some women informants
thought it less tiresome to be married to a woman than to a man, and they
emphasised the greater sexual and social liberty this situation allowed them.
Marriages between women, nevertheless, function on the model of gender
opposition, with the ‘female husbands’ having men’s prerogatives over their wives.
The principal attributes of gender—the differentiation of tasks and social
functions—are therefore reproduced even within marriages between people of the
same sex. This proves by mirror image that marriage is not principally defined by
the reproductive function of opposite sexes (which can always be arranged), but
rather is always about assuring a whole set of rights of the ‘man’ sex/gender over
the ‘woman’ sex/gender.
Certain details show that female husbands are not socially completely men, nor
boy wives completely women, but even so one cannot talk of a ‘third sex’ here.
This expression is used more and more in relation to certain forms of
institutionalised transvestism, such as that of the Inuit which we placed in mode I,
and also the ‘berdaches’—a phenomenon which still existed in nineteenth-century
North America among the Plains and Western Indians—which seems closer to
perspective II.
Unlike Inuit transvestism, which is ‘sexualist’ and where there is ‘reconversion’
at puberty (probably because in this society any individual is liable to live out a
divergence between their biological and social sex), the transvestism and adoption
of tasks and behaviour of the opposite gender by the North American berdaches
involved only some individuals, and became institutionalised only at adolescence
or during adult life. Berdache boys who became social women, and girls who
became social men, have been classed (according to the various native cultures
and according to authors’ interpretations) as ‘third sex’, ‘gender mixing status’,
or ‘gender crossing’ phenomena.11 Without getting into the debate, we can draw
from it, for our present purpose, that berdaches mainly married, or had sexual
relations with, people of the same sex but opposite gender—and it must be said,
because of the opposite gender. As Whitehead says (1981, p. 93), berdaches
‘conformed for the most part to a social, rather than anatomic, heterosexuality’.
Cases of bisexuality and even heterosexuality of the berdaches have been
reported in some Indian societies (cf. Callender and Kochems, 1983, for
examples); but what remains striking is that berdaches did not have sexual relations
with each other. (Real homosexuality for them would consist in having relations
with someone of the same sex-gender.) Hence the absence of same-with-same
maintained the difference—principally of the genders, and occasionally of the
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 55
sexes. Moreover, whether Indian tribes accepted homosexuality for ‘ordinary’
people or not, this was not confused with, and did not automatically entail, the
status of berdache—nor, notably, the powers as shamans, which institutional
crossing of gender boundaries often confers (as with the changes of sex/gender
among the Inuit, see, Saladin d’Anglure, 1988).
As far as representations of relations of biological and social sex are concerned,
some individual berdaches seem to have tried, at the level of personal identity, to
recover a fit between sex and gender (between sexual identity and sexed identity)
characteristic of mode I. Among the Mohave (Devereux, 1937) for instance,
berdaches denied their ‘real’ physical sex. They resented anyone referring to it,
called it by the anatomical terms for the other sex, and even imitated the physical
sex of their gender. Alyha (men in the role of women) imitated menstruation and
pregnancy, and hwame (women in the role of men) denied their menstruation and
claimed the paternity of their spouse’s children.
This could be interpreted as a sort of will to transsexuality analogous to that of
mode I. But modern transsexuals are in opposition to their society as long as they
have individual changes of gender; they only begin to be institutionally accepted
(i.e. legally: through a change in their identity papers) when they can ‘prove’ their
sex and gender are congruent, due to anatomical alteration. On the contrary, the
interesting thing about the Mohave berdaches is that on the one hand, their change
of gender is accepted by society, because it is institutionalised; but on the other
hand, their pretence of a change of sex is joked about and sometimes ridiculed.
(Allusions and questions with a sexual content are addressed to their partner or
spouse—rather than to them themselves, since their individual decision is
respected, but also as their capacity to exercise vengeful witchcraft is feared, or
more simply their physically violent reaction, especially when it is a born male
berdache.) It seems that because Mohave society ratifies the change of gender, it
doesn’t ‘need’ to fabricate stories about a change of sex, though it tolerates them.12
The bipartition of gender is enough to guarantee the heterosexual norm.
Despite the variations from one culture to another, it does seem that berdachism
should be classified in mode II (where gender predominates over sex, and hence
where bisexuality can be integrated), because:
— it shows transgression of sex by gender, unlike mode I (where there is
transgression of gender by sex in modern transsexualism and Inuit
transvestism);
— and it maintains the difference between partners, whether this be social or
physical, unlike mode III (which is unifying in its refusal of gender roles, see
below).
This rapid overview of examples shows this second perspective can integrate all
forms of ‘sexual choice’ (hetero-, bi-, or homosexual) without departing from the
norm of ‘hetero-gender’ (grounded in the idea of a hierarchical bipartition of sex).
Indeed, some forms of male homosexuality, whether ratified or condemned by the
56 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
wider society, can reveal the hierarchy of gender just as well as collective rituals
of travestism from one sex to the other (gender reversal). For instance,
homosexuality can be the maximal expression of the sexed group consciousness
of the dominant group (the one determining gender), as in the ideology of
supervirility of such enclosed groups as contemporary American ‘leather’ bars
(cf. the novel by John Rechy, 1979), and the SA Nazis.
The only ‘pragmatic’ problem for society as a whole is precisely how to
circumscribe male homosexuality, i.e. how simultaneously to gain its advantages
(virile fraternity against women) while avoiding its inconveniences (lasting
homosexuality and a loss of control of women and the birthrate). As Himmler said
in his speech to the SS generals on the 18th February, 1937:
We are a State of men, and despite all the faults such a system presents, we
absolutely must hold on to it. For it is the best institution…] we must
prevent…advantages of men’s fellowship degenerating into defects…I
know many comrades in the Party think they have to…present themselves
as particularly virile and behave coarsely and brutally towards women…I
consider there is too strong a masculinization of the Movement as a whole,
and that this masculinization contains the germ of homosexuality. I want
you to make sure that your soldiers dance with girls—as I have shown you
—at the midsummer fête (cited in Boisson, 1987, pp. 217–31).13
Different societies have different ways of managing male homosociality and
homosexuality. The ‘best’ solution is obviously a relationship which, while
provisionally feminising (in gender) one of the partners (by inferior status, age,
or knowledge), does not effeminise him (either in gender or sex), but leads to full
heterosexual virility. This seems to have been the case in the relationship between
master and pupil in classical Greece, where there was no contradiction—for men
—between homosexuality and marriage.
Male homosexuality in mode II does not necessarily mean an incongruence
between sex and gender (as in mode I), nor is it a subversion of gender and sex
(as in mode III). It can even serve the virility/feminitude model—under some
conditions and within certain limits—to the point of being prescribed: for
example, the pederastic relationship intended to individually initiate a future
young warrior was legally imposed in ancient Sparta. (Unlike pedagogic pederasty
among noble Athenians, which, though valued, was not obligatory; see Gisella
Bleibtreu-Ehrenberg, 1987, quoting the works of Patzer.)
This also applies to many well-known cases of collective male initiation rituals
in Melanesia (cf. for example, Herdt, 1984). Here, homosexual practices,
including ingestion of sperm, are peculiar in not only giving boys access to virility
(in separating them from the world of women, which is common to all initiations),
but in also completing their physiological masculinity. Not only the sexed
component of masculine identity, but also the sexual component, has to be
reinforced,14 hence elaborated.
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 57
In these societies, which are violently male dominated, individuals’ gender
membership is, to everyday appearances, strictly determined by their sex
membership. Although there are some occasional ceremonies of travestism (these
are rituals of reversal that only confirm the radical difference between the sexes/
genders), no case of institutional and long-term transvestism analogous to that of
the berdaches has been reported from Melanesia (according to Herdt, 1984, p. 74,
note 6). What we do find, however, are attempts to annul the difference between
the sexes—or rather to annul women—at the symbolic level, which are very
different from those possible with mode I thinking.
In the latter, according to the Inuit for instance, the ‘first woman’ was a man
impregnated by another man who had split the penis of the former so that he could
give birth (cf. Saladin d’Anglure, 1977). It was then only at the birth of humanity,
or at the birth of an individual (a sipiniq, boy transformed into girl), that a woman
could be a transformed man. (In the other examples we have seen, although nonman,
a woman is nevertheless fixed as woman.)
In the Melanesian examples, the annulling of difference is situated not ‘at the
origin’ but in the continuing reactualisation of a sort of male pansexualism. The
male sex is conceived as the unique source and ultimate principle of all sexual
identity: it absorbs, or eliminates, the characteristics of the female sex. Among
the Gimi of New Guinea, for instance, the ideal state of total masculinity is attained
through rituals (male rites with sacred flutes and also cannibal mortuary rites
performed by women for men’s survival; see Gillison, 1983) and, synonymous
with masculine identity, ‘the power to create is derived from the union of sexual
opposites in a male form’ (Gillison, 1980, p. 170). Moreover, men’s appropriation
of female biological powers also affects female substances themselves. Thus, for
the Gimi, menstrual blood, which resulted from the first mythical copulation, is
polluting and debilitating for women as well as men: it is ‘killed’ and transformed
sperm (Gillison, 1986); while for the Baruya of New Guinea, ‘women’s milk is
born of men’s sperm’ (their husbands’ sperm, which they ingest, just as young
initiated men ingest the sperm of their non-married and unrelated elders)
(Godelier, 1982).
In these societies, heterosexuality could be said to be viewed as eminently
dangerous, male sex as problematic, and masculine gender (the superiority of men)
as under threat. But there is still an idea of an (asymmetric) complementarity of
the sexes among the Baruya, at least in the public version of the origins shared by
men and women, where Sun and Moon represent male and female principles.
(There is another, but esoteric version of this myth, reserved for the most initiated
men, where Moon is the younger brother of Sun. ‘As a result of the process, female
powers end up masculine, clad in the livery of their masters’; Godelier, 1982, p.
115.) However, among the Gimi the principle of gender asymmetry is pushed to
its logical extreme, because here only one single sex remains (incarnate in men
and women):
58 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
…for the Gimi, kin relations derive from only one substance, sperm, and
only one source, the penis. This single entity can be either alive and moving
upwards, like seminal fluid, or ‘killed’ and falling downwards, like
menstrual blood, but it is indivisible…the sexual symbolism of the Gimi
does not admit any complementarity (Gillison, 1986, p. 66).
Baruya men practice ritual initiatory homosexuality; but Gimi men practice secret
ritual bleeding ceremonies symbolising menstruation (Gillison, 1989) —somehow
casting out femininity. Could one put forth the hypothesis that the Gimi ‘no longer
need’ to complete their masculinity and virility by means of men, because not only
are women here the instrument of masculinity,15 but also here women are men?
If only the male sex remains, but there are two perfectly hierarchised genders,
there is a maximal divergence between sex and gender. Transgression of sex by
gender is complete. Gender no longer translates sex (as in mode I), for here the
unicity of sex translates the univocality of gender: the logical and utmost end of
asymmetry.
Do the Gimi then come close to a third way of conceptualising the relationship
between sex and gender, where gender constructs sex? Seemingly not, because
their acceptance of the primacy of (masculine) gender leads to a negation of
(female) sex, whereas in mode III, refusal of gender hierarchy leads to an attempt
to elaborate a new definition of sex.
Mode III:
‘Sex’ Identity (or Sex-Class Identity) —Principle Referent:
Heterogeneity of Sex and Gender
The principle referent of the ‘sexed’ identity of mode II, the concept of gender,
does not question the bipartition of societies into two sex groups. It is simply
concerned with developing more or less symbolic ‘variations’ on this theme.
In the third way of conceptualising the relationship between sex and gender, by
contrast, gender bipartition is seen as separate from/foreign to the biological
‘reality’ of sex (the latter being anyway harder and harder to pin down) —but not
separate from the efficiency of the ideological definition of sex, as we shall see.
The idea that sex and gender are heterogeneous (different in kind) means that sex
differences are no longer thought to be ‘translated’ (mode I) or
‘expressed’/‘symbolised’ (mode II) through gender. Rather, gender is thought to
construct sex. A socio-logical, and political, connection is held to exist between
them, involving an anti-naturalist logic and a materialist analysis of the social
relations of sex.
Instead of the static ideas of ‘inequality’ and ‘hierarchy’ between the sexes and
of male ‘dominance’ present in modes I and II, mode III puts forward dynamic
ideas of domination, oppression and exploitation of women by men. And it
precisely questions who (or rather what) are these ‘women’ and ‘men’ who seemed
so obvious in mode I and so fluctuating in mode II.
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 59
Given there are no human beings in a state of nature (which is an old idea, but
one which gets curiously forgotten when people start to talk about the ‘sexes’, and
above all about ‘women’); and given that there is nearly always an asymmetry in
gender (including in the ‘transgressions’ gender imposes upon sex—to which we
shall return in the conclusion), we move from an idea of difference to one of social
differentiation of the sexes, and thence to social construction of the difference.
Attention turns, therefore, in the social sciences, from the cultural construction of
gender to the cultural construction of sex, and particularly of sexuality.16
Two aspects of the relationship between the biological and the social can then
be studied:
1 how societies use the ideology of the biological definition of sex to construct
a ‘hierarchy’ of gender, which in turn is based on the oppression of one sex
by the other;
2 how societies manipulate the biological reality of sex to serve this social
differentiation.
Claude Lévi-Strauss (1956) speaks of the artificial establishment, through the
division of labour, of a social and economic mutual dependence between the sexes,
leading to marriage and the family. The family, he stresses, is a (cultural)
‘remodeling’ of the (natural) biological conditions of procreation (see note 8).
However as regards social interventions in this field, people have up to now
scarcely considered anything except the limitations (abortion, infanticide,
temporary prohibitions on sexual relations, etc.) that can be imposed on the
fecundity of women, in the use of their ‘natural’ capacities. This is stressed by
Paola Tabet in ‘Natural Fertility, Forced Reproduction’ (1985, included in this
volume), and she, by contrast, draws upon the (usually violent) means employed
to maximise the biological possibilities in very diverse societies (ranging from
hunter-gatherers through agrarian to industrial societies). Her demonstration of
the social manipulation of the reproductive conditions of the human species
(which is rather infertile compared with other mammals) allows her to show how
‘difference’ between the sexes is socially constructed by means of constraints on,
principally women’s, sexuality. Given the dissociation of sexual desire (and
orientation) from reproductive hormonal mechanisms in human females, these
constraints operate in most societies via the regular imposition of coitus
(principally in marriage) and through the transformation of the psycho-physical
constitution of women, channelling their polymorphous desire towards
heterosexuality—and specialising them for reproductive ends.
Anthropology has long demonstrated men’s appropriation of women’s
reproductive capacities through the interplay of kinship, marriage and control of
women. Tabet’s research shows how these (potential) reproductive capacities are,
moreover, made to yield a return in the form of (forced) actual reproducing.
Faced with (what Tabet calls) the ‘domestication’ of women’s sexuality, it is
difficult to consider sex a simple, ‘naturaP, biological given. Rubin too considered
60 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
that: ‘At the most general level, the social organization of sex rests upon gender,
obligatory heterosexuality, and the constraint of sexuality female’ (Rubin, 1975,
p. 179).
Many feminist writers (notably, Edholm, Harris and Young, 1977; and Mies,
1983) have criticised Marx and the marxist tradition for leaving the division of
labour between the sexes with a natural status, and called for analyses of the
relations of production between the sexes. Tabet, for her part, shows that we should
consider reproduction as work. It is socially organised, like all work, and we can
analyse the relations of reproduction between the sexes in the same way as
marxists analyse work. In many cases it is exploited work, where the worker (here
the woman) is expropriated from the control and management of the instrument
of reproduction (her body), of the conditions and rhythms of the work (for
example, her succession of pregnancies), and of the quantity and quality (the sex)
of the product (the child).
In her analysis of sex relations in western society, Colette Guillaumin suggested
using the term ‘sexage’ to designate the class relationship whereby the bodies,
work and time of women as a whole are appropriated for the personal and social
benefit of men as a whole (Guillaumin, 1978a,b, abridged in this volume). This
involves both private appropriation (legalised in marriage) and collective
appropriation (real though ‘less visible’ in our society than in others), together
with the contradictions that arise between the two. She also showed that these
relations of material appropriation, where women (like men and women in certain
types of slavery) are treated like things, present an ‘ideological discursive face’,
a discourse of Nature, where the notion of ‘thing’ merges with that of Nature.
(This aspect, she says, is specific to modern naturalism.) ‘Having an existence as
a material, manipulable thing, the appropriated group is ideologically
materialised’ (this volume p. 103). Dominants and dominated are then considered
as two species, with one, women, derived directly, without mediation, from Nature
(cf. also Mathieu, 1973 and 1977).
In mode III, gender (i.e. the imposition of heteromorphic social behaviours) is
thus no longer conceived as the symbolic marker of a natural difference, but as
the operator of one sex’s power over the other. Since women as a class are
ideologically (and materially) defined in society by their anatomical sex, so
objectively are men as a class by theirs. Here we find again an adjustment between
biological and social sex, but (unlike mode I) this is seen now as a social, historical
fact due to the material exploitation of women and the oppressive ideology of
gender, and (unlike mode II) as not strictly ‘necessary’ to the reproduction of
societies.
This is the reason I call ‘sex’ identity the class consciousness corresponding to
mode III in women’s movements (among political lesbians and 1970s radical
feminists), and, to a small extent, in the men’s movements created in response to
feminism. It is an identity of resistance to gender. In the women’s movements this
sex-class consciousness entails a ‘politicisation of the anatomy’ (as opposed to
the ‘anatomisation of the politicaP of mode II). ‘Woman’ is no longer conceived
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 61
as femaleness translated into femininity (mode I); nor as femaleness elaborated
(well or badly depending on the point of view) into femininitude17 (mode II).
Instead, women are seen as constructed femaleness: objectively appropriated and
ideologically naturalised females.
Pushing the logic of Lévi-Strauss’s analysis of the division of labour to the
limits (and calling it, like Freud’s theory of the construction of femininity, a
‘feminist theory manquée’), Rubin saw in this division
a taboo against the sameness of men and women, a taboo dividing the sexes
into two mutually exclusive categories, a taboo which exacerbates the
biological differences between the sexes and thereby creates gender. The
division of labour can also be seen as a taboo against sexual arrangements
other than those containing at least one man and one woman, thereby
enjoining heterosexual marriage. (Rubin, 1975, p. 178)
After all, says Rubin, ‘Lévi-Strauss comes dangerously close to saying that
heterosexuality is an instituted process’ (p. 180).
If we consider how homosexuals define themselves in this mode, homosexuality
is no longer envisaged as an individual accident (mode I), nor as a fringe which
is as much a foundation to identity as the norm and hence to be reclaimed with a
right to exist and to have a group culture (mode II). Rather, it is seen as a political
attitude (conscious or unconscious) of struggle against the heterosexual and
heterosocial gender underlying the definition of women and their oppression. A
typical slogan is the 1970 definition of the New York ‘Radicalesbians’: ‘A lesbian
is the rage of all women condensed to the point of explosion.’ Simone de Beauvoir
wrote that ‘One is not born a woman, one becomes one.’ The most radical trends
of political lesbian movements challenged both the word ‘woman’ and the word
‘homosexual’, because both referred to the bi-categorisation of gender and sex
which they rejected: ‘Lesbian is the only concept I know of which is beyond the
categories of sex (woman and man), because the designated subject (lesbian)
is not a woman, either economically, or politically, or ideologically’, wrote
Monique Wittig (1980a, pp. 83–4, reprinted 1992, p. 20) —defining lesbians as
‘escapees from the class’ of women, like runaway slaves.
The self-conception of homosexuality in mode III is thus a strategy of resistance.
The rejection of sexual relations between men and women is seen, according to
the political current, either as logical and ‘preferable’, or—viewing these relations
as class collaboration—as logical and imperative. (The ‘politicising of anatomy’
that this implies is the opposite of naturalism.) In addition, subversion of gender
is manifest here by same-sex couples very commonly rejecting the bipartition of
‘masculine’ and ‘feminine’ attitudes and roles characteristic of modes I and II.
Sex-class consciousness does not seem to be restricted to western countries.
Certainly, it is more often sexed group consciousness that presides in the (usually
individual) rebellion of women against their condition in most ‘traditional’
societies (and also in our own). And anthropologists have all too often carelessly
62 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
Table 4.1
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 63
64 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
neglected women’s painful consciousness because ‘it doesn’t have any effects’—
or, as we would say, because it overcomes neither alienated consciousness and
fatalism, nor…repression. (See, Mathieu, 1985a, for an analysis of the dominated
consciousness of women and how anthropologists have interpreted it. Also Tabet,
1987, for examples of forms of prostitution, or rather of ‘sex for compensation’,
as attempts by women to affirm themselves as subjects.)
Also, group consciousness certainly does not necessarily question the
bipartition of gender and sex. Indeed, it may actually prevent class consciousness.
In western countries it was probably the conjunction of women’s group
consciousness (especially in the English-speaking countries, see note 6) plus
individualistic values (applicable in theory to all subjects, whatever their sex) that
made class consciousness among women emerge, passing from the old notion of
‘the battle of the sexes’ to that of sex-class struggle and women’s liberation.
Non-western examples of forms of sex-class consciousness can be found. For
instance, in China a marriage resistance movement existed between 1865 and 1935
(when the Japanese invaded) in three districts of the Pearl River Delta around
Canton (cf. Topley, 1975 and Sankar, 1986). This spontaneous and unorganised
movement involved up to 100000 women at the beginning of the twentieth century.
Most of those involved were illiterate or semi-literate women, working in silk
production, who chose not to marry and who lived in small communities called
‘seven sisters associations’, in reference to the Pleiades constellation.
Another instance is the revolt of Kono peasant women in eastern Sierra Leone
in 1971. David M.Rosen (1983) justifiably distinguishes this protest from the Igbo
‘women’s war’ (presented in mode II), because it was directed not only against
the authorities, as in the Igbo case, but also against the men themselves. Kono
women expressed a consciousness of unequal economic competition between the
sexes, in which men always kept the best part for themselves through all the
fluctuations in the economy.
The Kono protest took place after the annual ceremony to initiate girls into the
women’s secret association (Sande). This was, as usual, preceded by parades and
dances by women and their daughters exhibiting wild plants, the ritual symbol of
the association’s feminine qualities. The (abnormal) event of women
recommencing parades immediately after the initiation shows clearly that the
demonstration turned to account the sexed group consciousness of the women
(very strong in this society as in many others in West Africa); but the symbolism
used in the economic demand was (unlike the Igbo) not the one traditionally
attached to women as a group (wild forest plants), but rather cultivated plants (the
ones women cultivate). These were the very object of their demands as a class of
producers and of their anger against the men. (Among the Igbo, the symbolism
used was that customary to women and to relations between the sexes.)
There was, therefore, a double transgression of the group consciousness usually
expressed in the ceremonies tied to the initiation ritual: the women both restarted
the parades and dances, which were usually only preparatory; and they abandoned
ritual symbolism. This transgressed both ritual rules and the ‘normal’
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 65
representation of the relationship between female sex and gender. The degree of
subversion of the system can be measured by some women threatening to leave
the Kono District because ‘there was no room left for women’. (This is very
different from the Igbo, where women expressed a fear of no longer being women.)
Conclusion: Gender or Social Sex?
So far we have treated ‘transgressions of sex by gender’ and ‘transgressions of
gender by sex’ in a general way. But whatever the mode of conceptual articulation
between sex and gender, we can nearly always uncover an asymmetric functioning
of gender in terms of sex, even in apparent transgressions.
Some of these have already been noted in passing. We can now review them
briefly, and add a few new ones from among the many possibilities:
• Although homosexuality may be relatively tolerated among the Swahili of
Mombasa, and it poses no gender problem, there is a difference by sex. Girls
must have been married (have had reproductive sexuality) before living in a
homosexual couple, but boys need not (can have early non-reproductive
sexuality).
• Although female couples in this society may be as equally characterised by a
relationship of economic dependency as male couples, the ‘dominant’ lesbian
would not be admitted to men’s meetings, while the ‘passive’ homosexual man
is allowed into the company of women (Shepherd, 1978).
• Although transvestism exists for both sexes among the Inuit, it is the first
menstruations (i.e. reproduction) which brings about a return to the sex/gender
of origin for a girl, and the killing of the first game (i.e. production) for a boy.
• Although transsexualism exists in Inuit thinking, it is primarily the sex of boys
which is transformed at birth. The sex of girls is hence more of a ‘given’.
• Although transsexuals may be deeply convinced they are of the other sex,
psychiatrists ratify non-males as ‘women’ and treat non-females as…females
(homosexual women).
• Although the Azande themselves consider homosexuality in both sexes to be
a result of their organisation of marriage, it is institutionalised for men and
repressed among women (who are all in heterosexual marriages).
• Although marriages between women can be imagined to sometimes include
sexual relations, they are officially made for the purposes of reproduction,
whereas marriages between men are officially made for the exercise of
sexuality.
• Although gender-crossing exists for both sexes among North American Indian
berdaches, the technical skills of the male-to-woman are often judged superior
to those of ordinary women, while those of the femaleto-man rarely judged
superior to those of ordinary men.
• Although gender-crossing qualifies both sexes for shamanism and confers
talents for healing in the case of the berdaches as among the Inuit, the extent
66 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
and quality of performance seem superior in maleswho-became-women than
in females-who-became-men. (To which it can be added that, even where there
is no gender-crossing, when men and women shamans coexist in the same
society, the former generally have higher status and qualifications; see, for
example, Godelier, 1982.)
• Although among the Mohave, the female-become-man may have as many
recognised privileges as a husband as the male-become-woman has duties as
a wife, the condition of the (born female) berdache is more difficult. She finds
it much harder to get a wife than the (born male) berdache to get a husband.
People mock her more readily than him (since they fear his violence, even
though he is supposed to be a woman); and above all she ‘is not safe from being
raped’—which is what happened in the case analysed by Devereux, where a
(born female) berdache vied with a man to retrieve her/his unfaithful wife, as
any man would have done. (In the rapist’s own words, he showed her/him ‘what
a real penis can do’. After the rape s/he became an alcoholic and turned to men;
Devereux, 1937, p. 215.)
• Although in some occasional collective ceremonies of travestism (cocalled
rituals of inversion), each sex is supposed to caricature the opposite, the
caricature of women by men is much stronger and more deliberate than that of
men by women. (See, for example, Bateson, 1936 for the Iatmul of New Guinea,
and Counihan, 1985 for contemporary Sardinia. The same applies in Greece
today, according to personal communications from M.-E.Handman and
M.Xanthakou.)
• Although both sexes are obliged to enter marriage, sexuality as such, that is to
say without a reproductive goal, is prohibited for women but not for men in
many societies. There are, for instance, prohibitions on sexual relations after
the menopause, or once one of a woman’s children has produced a child. Preor
extra-marital relations are more often, or more extensively, authorised for
men than for women, and the latter are married younger. Finally, polyandry
(which is rare anyway) is usually diachronic, while polygyny is synchronic.
• Although in theory the division of labour between the sexes could be
considered, as Levi-Strauss says, a prohibition on each sex doing the other’s
tasks, there are in fact no strictly feminine activities. Rather, as Paola Tabet
demonstrates (1979), in every society women are forbidden to do certain tasks;
this is a function of the degree of technical complexity of the tools, men
reserving for themselves possibilities for control of the key means of production
and defence (hence mastery of the symbolic and political organisation).
While recognising the usefulness of my first suggestion as to the need for a
sociological definition of sex (Mathieu, 1971), Bernard Saladin d’Anglure
reproached me for seeing only two sex categories in our society: ‘…in so doing,
she “restrains” (arraisonne) sex categories in the same way as she reproaches men
for restraining women (cf. N.-C.Mathieu, 1985)’18 (Saladin d’Anglure, 1985, pp.
155–6). More generally, he reproached both the new anthropology of the sexes
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 67
and branches of ‘feminism’ (but which ones?) for continuing to think dualistically.
This results, he says, in their concealing—in their ‘overlooking’—the ‘third sex’
(tiers-sexe), whose existence and structural importance he himself sets out to
explore.
Saladin’s concern is to find a reconciling third sex. Mine is to reveal the avatars
(transformations) of sex oppression beneath what appear to be ‘third’ sexes. In
applying myself to the ways in which the relationship between sex and gender is
conceptualised, I hope to have shown:
1 some diverse ways in which societies (and not I) restrain the third sexes/
genders so that they do not subvert, and may even strengthen the social
effectiveness of bi-categorisation (as for instance do theories of androgyny);
and
2 that this bi-categorisation generally functions to the detriment of the social
sex ‘women’.
By ‘social sex’ I mean both the ideological definition given to sex, particularly
that of women (which can be covered by the term ‘gender’), and the material
aspects of social organisation which utilise (and transform) anatomical and
physiological bipartition.
I prefer this term to ‘gender’ because, up to now, sex (the definition given to it
in both its material and its ideal aspects—aspects idéels to use Godelier’s
expression) has functioned effectively as a parameter in concrete social relations
and symbolic elaborations, despite their variability.
This has tended to get masked by the current use of ‘gender’, particularly in
Anglo-Saxon women’s studies. ‘Gender’ is now used exclusively and for all
purposes, and this has made the concept lose part of the heuristic value we had
wanted to give it. People now talk, for instance, of ‘gender relations of production’.
But despite crossings of gender, and even of sex, these ‘gender’ relations of
production consist of the exploitation of women. Without doubt there are ‘third’,
‘man-woman’ genders, but at the base and at the bottom of the gender hierarchy,
there are certainly females, whose social sex is ‘women’.
Notes
1 ‘Identité sexuelle/sexuée/de sexe?’ was first published in Anne-Marie
DauneRichard, Marie-Claude Hurtig and Marie-France Pichevin (Eds)
Categorisation de sexe et Constructions scientifiques, Aix-en-Provence, Universite
de Provence, 1989, pp. 109–47, and reprinted in the collection of Nicole-Claude
Mathieu’s work: L’Anatomie politique: categorisations et ideologies du sexe, Paris,
Côté-femmes, 1991.
This is the first publication in English, translation by Diana Leonard.
2 The 10th World Congress of Sociology, Mexico, August 1982, Symposium 33
(Strategies for Women’s Equality), first session (‘Theoretical Considerations on the
68 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
Creation, Maintenance and Conceptualization of Sex Inequalities’). The scheme I
proposed there for western societies was subsequently developed. In parallel with
this I was working on women’s consciousness and the relationship between sex and
gender in societies studied by anthropology. The present article is an attempt at a
classification integrating western and non-western material. It was first published in
Daune-Richard et al. (1989) and then in Mathieu (1991).
3 I use the term transgression here not only in its restricted and behavioural sense of
‘contravening a norm or law’, but also in its full, etymological meaning: transgredi,
from trans ‘beyond’ and gradi ‘to progress’: to pass beyond a limit or frontier.
The notion of frontier inevitably implies a conceptual definition of the ‘nature’ of
the two objects between which the phenomenon of transgression takes place, and of
the criteria on which their difference is thought, hence their systemic relationship.
In geology, for instance, one does not speak of the daily tides as ‘transgression by
the sea’, but only of the lasting encroachment of the earth by the sea, where what
was land is land no longer. And a ‘transgressive stratification’ is a seam (sedimentary
or volcanic) which is superimposed on strata of a different nature (meaning here of
‘different origin’). This is why I talk of phenomena of (respective) transgression
between conceptualisations of sex and of gender.
Some (conceptual and behavioural) incongruencies between sex and gender
membership may be transgressions of one norm without their resolution
transgressing the systemic definition of the relationship between sex and gender.
Moreover, some conceptual and behavioural transgressions of this definition may
be ‘normed’ by the society as a whole, or by a group within it.
As we shall see, the transgression of a norm is not necessarily the subversion of
a system of thought. But if the transgression of conceptual limits is not
4 The delicious subtleties of the Petit Robert dictionary (1973 edition) contradict this
aspect of the definition:
Heterosexual. Adj. Feeling a
normal sexual longing for
individuals of the opposite sex.
Homosexual. Noun. Person who
feels sexual longing more or less
exclusively for individuals of
their own sex. Adj. Relative to
homosexuality.
Antonym Homosexual. Ant. Heterosexual.
Heterosexuality. Normal
sexuality of the heterosexual.
Homosexuality. Tendency,
conduct of homosexuals.
Ant. Homosexual sic. sic: no antonym
Thus, heterosexual (given here only as an adjective, although used substantively
in the entry heterosexuality) is a quality of normality and not a specific category of
persons like homosexual (given as noun). But if heterosexual can only qualify, it
can only qualify people (‘feeling…’), while the adjective homosexual (‘relative to
homosexuality’) qualifies a phenomenon, a thing which happens (heterosexual is
not given as relative to heterosexuality).
And this heterosexuality is a…sexuality, underlined again as normal, and hence
the sexuality. In contrast, homosexuality is a ‘tendency’, a ‘conduct’, which,
moreover, one tries to draw back to heterosexuality by designating this longing as
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 69
‘more or less exclusive’. One doesn’t expect the definition: ‘Heterosexual. Person
who feels sexual longing more or less exclusively for individuals of the opposite
sex’—though it would be perfectly correct.
There is so thorough a refusal to consider heterosexuality as a conduct, as one
‘phenomenon’ among several possible, that at the moment of its nominal
categorisation, it finds itself opposed to…‘homosexual’. As much as to say that
homosexuals are a strange phenomenon, to the point, moreover, where
homosexuality itself has no antonym: it is not the opposite of heterosexual
‘normality’. It is an incongruence: something to be resolved.
(By a sad twist, we can see that AIDS—said at the start to be a homosexual
problem, and due to (bad) ‘conduct’—has recently led the media to substantivise the
term ‘heterosexual’: the heterosexuals also, it is now recognised, transmit AIDS.)
5 In French, the author distinguishes travestissement and transvestisme. She says that
the former, with its connotations of disguise, parody, exaggeration, caricature,
falsification, mask and dupery, more suitably designates the occasional collective
or individual behaviour where no one is duped, though they are fervently involved,
as in a ‘coup de théâtre’. Transvestism, however, supposes a ‘real’ crossing of
boundaries, at least in the consciousness of the actors involved, and some
permanence of performance, without necessarily going to an extreme.
In English, the term ‘transvestism’ usually covers both meanings, but in this article
the French distinction has been maintained where necessary through the neologisms
‘travestism’ and ‘travestites’. The literal translation of travestissement, ‘travesty’,
has not been used since it carries other connotations translator’s adapted note.
6 This tradition may well have played a part in the advance and strength of AngloSaxon
feminist movements at the end of the nineteenth century, in contrast to the ‘latin’
countries, where women were simply excluded from men’s meetings and did not
form women’s associations.
7 A practice found in other African societies, see Ardener, 1973.
8 In order to make clear the artificiality, the non-naturalness, of the sexual, socalled
‘division’ of labour, Claude Levi-Strauss noted (1956) that we could equally well
start from its negative characteristics and call it a ‘prohibition of tasks’, just as we
speak of the prohibition of incest. (The latter could conversely be called ‘the principle
of division of marriageable rights between families’.)
…when it is stated that one sex must perform certain tasks, this also means
that the other sex is forbidden to do them. In that light, the sexual division
of labor is nothing else than a device to institute a reciprocal state of
dependency between the sexes (Levi-Strauss, 1956, pp. 275–6). Now,
exactly in the same way that the principle of sexual division of labor
establishes a mutual dependency between the sexes, compelling them
thereby to perpetuate themselves and to found a family, the prohibition of
incest establishes a mutual dependency between families, compelling
them, in order to perpetuate themselves, to give rise to new families (ibid,
p. 277).
…if social organization had a beginning, this could only have consisted
in the incest prohibition since, as we have just shown, the incest prohibition
is, in fact, a kind of remodeling of the biological conditions of mating and
70 SEXUAL, SEXED AND SEX-CLASS IDENTITIES
procreation…compelling them to become perpetuated only in an artificial
framework of taboos and obligations. It is there, and only there, that we
find a passage from nature to culture, from animal to human life…(ibid,
p. 278).
9 Personal communication from C.Menteau.
10 Marriages between women certainly present a great variety of concrete forms and
meanings, according to the kinship structure, economic and political organisation
and relations between the sexes of the societies concerned, and a debate exists as to
how to interpret it (cf. particularly Amadiume, 1987; Huber, 1968/69; Krige, 1974;
Obbo, 1976; Oboler, 1980; and O’Brien, 1972 and 1977, where one will also find
other references).
The list of the populations recorded in the literature by O’Brien (1977, p. 110) is
as follows:
1 Yoruba, Ekiti, Bunu, Akoko, Yagba, Nupe, Ibo, Ijaw, Fon in West Africa;
2 Venda, Lovedu, Pedi, Hurutshe, Zulu, Sotho, Phalaborwa, Narene, Koni,
Tawana in Southern Africa;
3 Kuria, Iregi, Kenye, Suba, Simbiti, Ngoreme, Gusii, Kipsigis, Nandi, Kikuyu,
Luo in East Africa;
4 Nuer, Dinka, Shilluk in Sudan.
11 For recent debates on the question of the berdaches, see, particularly: Désy, 1978;
Whitehead, 1981; Callender and Kochems, 1983, 1986; Blackwood, 1984;
Blackwood (Ed.), 1986. Callender and Kochems (1983, p.445) give a list of 113
North American cultures that recognised individuals as having berdache status,
including 30 recognising it for women.
Evelyn Blackwood (1984, p. 29, note 7) gives a list of 33 societies in North
America where the institutionalised existence of a ‘cross-gender role’ for women
was attested: in the Subarctic region—Ingalik, Kaska; in the Northwest—Bella
Coola, Haisla, Lillooet, Nootka, Okanagon, Queets, Quinault; in California/Oregon
—Achomawi, Atsugewi, Klamath, Shasta, Wintu, Wiyot, Yokuts, Yuki; in the
Southwest—Apache, Cocopa, Maricopa, Mohave, Navajo, Papago, Pima, Yuma; in
the Great Basin—Ute, Southern Ute, Shoshoni, Southern Paiute, Northern Paiute;
and on the Plains—Blackfoot, Crow, Kutenai.
12 Whitehead (1981, pp. 89 and 92–3) connects the presence of ‘mystifications of
anatomy’—of possible redefinitions of physiology allowing a ‘cross-sex identity’
in addition to a ‘cross-gender identity’—among the Indians of the South West to the
fact that it is principally in these tribes that women berdaches are to be found.
Blackwood (1984), however, prefers to consider it essentially a question of ‘crossgender
role’. She attributes the existence of women berdaches in the tribes of the
West, in comparison to their relative absence among the Plains Indians, to the former
having had a more egalitarian mode of production.
13 Himmler encompassed with equal disapproval: the masculinisation of women in
Party organisations (‘such that in the long run sexual difference, polarity, will
disappear. From there it is a short step to homosexuality’); the weight of the Christian
Church (which he described as ‘an erotic association of men which terrorises
NICOLE-CLAUDE MATHIEU 71
humanity’, which undervalues ‘the woman’, and which, moreover, had ‘burnt five
or six thousand (German) women’—one daren’t ask if Himmler had a sense of the
irony of History); and the ‘slavery’ in which women keep men in America (so much
so that homosexuality there ‘has become a measure of absolute protection for men’).
He preached ‘a chivalrous attitude’ to women, not only to favour (obviously
reproductive) contacts between the sexes, as in the time of ‘the healthy and natural
regulation’ in villages, but because ‘the movement, the conception of a national
socialist world, can only exist if it is carried by women: because men seize things
with their understanding, while a woman grasps with her heart’. (On the way in
which the movement was ‘carried’ by women, with their exclusion from all leading
or intellectual positions, see Rita Thalmann (1982), especially chapter II ‘The
Masculine Order (Der Männerbund)’.)
14 Smearing the body with sperm is also sometimes a way of reinforcing a person, man
or woman, who is in a state of physical or ritual weakness.
15 In relation to the Gimi rites, one can only recall Levi-Strauss’s comparison of
cannibalism and ritual travestism, even though it refers to other contexts:
16 As witnessed by at least the titles of such works as Ortner and Whitehead, 1981,
Tabet, 1985 or Caplan, 1987, even if the authors do not share the same theoretical
orientation.
17 Femaleness, femininity, ‘femininitude’ (féminitude)…these and other terms have
been used and proposed, with sometimes different meanings and applications, by
other authors (cf. notably, ‘femineity’ in Ardener, 1973 and Hastrup, 1978; and
‘fémelléité’ in Descarries-Belanger and Roy, 1988).
18 Besides being amusing (since neither I nor others were unaware of the existence in
western societies of theories about the homosexual ‘third sex’ or about androgyny—
any more than we ignored the work of Roland Barthes on ‘Sarrasine’ by Balzac,
which anyway I cited), the charge is historically misplaced. At the time when I wrote
(1971 and not 1977 as stated in Saladin’s article), it was a question of letting women
enter into the analysis, next to men, as a social and not a biological category; of
giving women access to the sociological definition which was accorded only to the
category of men. (And, if the idea is ‘passée’ to the point of appearing banal, the
epistemological question of women being rendered invisible in everyday and
‘scientific’ discourse is far from resolved, see Michard-Marchal and Ribéry, 1982
and Mathieu, 1985b.) In other words, it was, paradoxically, a question of first
introducing the bi-categorisation from a methodological point of view: of making
the reciprocal determination of the two social categories understood. This was (and
often still is) hidden in analyses, despite its evidence in the facts.

 

loucura traduzr esta merda… ticiana !!!!!

 
 

Muito verdade!
É este o da Mathieu que você me falava? Sobre a dúvida da apropriação do feminismo materialista pelos queers?

 
   

L’Humanisphère